Marta, rota, le dedica unas líneas a Fina en su diario – Sueños de Libertad

Le voy a dar un consejo

La tensión en el ambiente era palpable, como si cada palabra estuviera impregnada de un peso que amenazaba con desmoronar lo poco que quedaba en pie. En medio de esa atmósfera cargada, alguien rompió el silencio con una advertencia directa y sin rodeos: “Le voy a dar un consejo: deshágase de ese diario. No piense que lo he leído, porque no lo he hecho, pero lo que me ha contado ese hombre ya es suficiente para ponerla en una situación muy comprometida”.

La frase, breve pero contundente, quedó flotando como un eco en la habitación. El consejo no era gratuito ni casual. Había detrás secretos enterrados, recuerdos peligrosos y un pasado que aún sangraba. Lo inquietante no era lo que estaba escrito, sino el simple hecho de que existiera ese objeto, ese cuaderno convertido en un depósito de sentimientos y confidencias que, en manos equivocadas, podía destruir vidas.

Mafin, Marta y Fina en Sueños de Libertad

Acto seguido, en medio de un silencio interrumpido apenas por la música de fondo, emergieron las palabras escritas con tinta de amor y desesperación, como si el diario hablara por sí mismo. “Amor mío, los días pasan y me aferro a tu recuerdo para intentar seguir con mi vida. Sin ti me siento perdida”. Las frases, simples y desgarradoras, contenían toda la esencia de un duelo inconcluso. Cada línea revelaba no solo el dolor por la ausencia de un ser amado, sino también la fragilidad de quien, pese a todo, no encontraba la fuerza para soltar ese pasado.

El diario se había convertido en un testigo mudo de un amor truncado. Las páginas contenían no solo la historia de dos almas que se encontraron, sino también la promesa incumplida de un futuro que nunca llegó. “Este diario que en su día debí destruir es lo único que me queda de ti”, rezaba otra de las confesiones. Allí estaban plasmados los despertares compartidos, los instantes de ternura, las caricias que parecían infinitas, todo aquello que se había desvanecido con la partida del ser amado.

El dilema era desgarrador: si en el pasado no hubo fuerzas para quemar ese diario, ¿cómo hacerlo ahora, cuando cada palabra se había convertido en un refugio? El miedo y la nostalgia luchaban en un campo de batalla invisible. La lógica decía que había que deshacerse de ese objeto, pero el corazón lo reclamaba como último lazo de unión con aquel amor perdido.

Mientras tanto, alrededor de esa confesión íntima, la vida seguía su curso con una normalidad hiriente. Una copa de jerez circulaba entre manos, y alguien, ajeno al torbellino emocional, se atrevió a comentar con ligereza: “Este jerez está delicioso”. La frase contrastaba brutalmente con la carga emocional del momento, como si se tratara de un recordatorio cruel de que el mundo sigue girando incluso cuando el corazón se detiene en el recuerdo.

Ese contraste es lo que hacía aún más punzante la escena. Por un lado, la amenaza latente de un secreto que podía arruinarlo todo, un diario que guardaba confesiones de amor prohibido y que, de salir a la luz, sería dinamita pura. Por otro, la rutina de la vida social, los brindis y las sonrisas de quienes no tenían idea del drama que se cocinaba en silencio.

El consejo recibido —deshacerse del diario— no era una simple sugerencia. Era casi una orden velada, una advertencia para evitar la catástrofe. Quien lo pronunciaba sabía que en esas páginas se escondía un peligro mayor del que la propietaria del cuaderno estaba dispuesta a admitir. Lo inquietante era que la persona que había hablado del contenido no lo había leído directamente: había llegado a la conclusión por lo que otro hombre le había confesado. Eso abría un nuevo frente de incertidumbre: ¿qué sabía ese hombre? ¿Qué había contado? ¿Y hasta dónde podía llegar la repercusión de esas palabras?

El diario se transformaba entonces en un símbolo de vulnerabilidad. Era el puente entre la memoria y la amenaza, entre el amor idealizado y la ruina personal. Quien lo conservaba estaba atrapada en un círculo vicioso: necesitaba esas páginas para seguir respirando, para recordar que en algún momento fue feliz, pero al mismo tiempo sabía que su mera existencia era una bomba de tiempo.

La voz interior que surgía de los escritos era el reflejo de un corazón roto, incapaz de avanzar. “Sin ti me siento perdida”, se repetía como un mantra doloroso. Esa frase revelaba la dependencia emocional hacia un fantasma, hacia alguien que ya no estaba pero que seguía ocupando cada rincón de la mente. Lo que debía ser destruido se convirtió en un altar clandestino, en un refugio emocional que, lejos de liberar, mantenía encadenada a su dueña.

En medio de todo esto, la advertencia inicial resonaba con más fuerza: deshacerse del diario era la única salida, pero ¿cómo arrancarse de golpe la única raíz que la mantenía conectada a lo que fue su vida? El dilema no era solo material, sino existencial. Quemar esas páginas significaba aceptar la pérdida definitiva, reconocer que ese amor no volvería jamás y que lo único que quedaba era aprender a vivir con el vacío.

El peligro, sin embargo, no se limitaba a lo emocional. Las palabras del consejero habían sido claras: aquel diario podía ponerla en una situación muy comprometida. Si alguien lo leía, se expondrían secretos que no solo implicaban sentimientos, sino también hechos, encuentros y confesiones que podrían arrastrar a más de una persona al escándalo. No se trataba únicamente de un recuerdo personal, sino de un arma cargada que podía destruir reputaciones y vínculos.

La contradicción era absoluta: un objeto que para ella era sinónimo de consuelo podía convertirse en su perdición. Lo que empezó como un acto íntimo de desahogo se había transformado en un riesgo incontrolable. Y lo más doloroso era que, pese a saberlo, no encontraba la fuerza para dejarlo ir.

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El comentario trivial sobre el jerez cerraba la escena con una ironía cruel. Mientras unos celebraban la vida con una copa en la mano, ella se debatía entre el recuerdo y el miedo, entre el amor y la prudencia. Era el recordatorio de que la tragedia personal muchas veces se esconde bajo la máscara de la cotidianidad, que los secretos más oscuros conviven con las risas más ligeras.

Ese contraste es lo que convierte esta historia en un auténtico torbellino emocional. La advertencia inicial, el diario cargado de confesiones y la incapacidad de soltarlo son las piezas de un rompecabezas que amenaza con estallar en cualquier momento. Porque al final, no se trata solo de un cuaderno, sino de una vida entera que aún se aferra a lo que ya no existe.

La pregunta que queda flotando es inevitable: ¿será capaz de destruir el diario antes de que caiga en las manos equivocadas, o el apego a ese amor perdido será más fuerte que cualquier advertencia? La respuesta, como todo en esta historia, está teñida de incertidumbre y dolor.