¿MANUEL SERÁ EXPULSADO DE LA PROMESA? || CRÓNICAS de La Promesa Series
Manuel, me avergüenzas. El pulso entre padre e hijo que divide La Promesa
Las paredes de La Promesa vuelven a temblar con un enfrentamiento inesperado, uno que no tiene que ver con intrigas externas ni con enemigos ocultos, sino con la familia misma. Esta vez, el duelo es entre don Alonso de Luján y su propio hijo Manuel, un choque frontal en el que se juega no solo la dignidad de un apellido, sino también la libertad de un hombre que se niega a ser una pieza más en los planes de otros.
La escena comienza con la voz autoritaria del marqués, cargada de reproche y decepción. Frente a su hijo, no vacila en lanzar una acusación durísima: “Manuel, me avergüenzas. Lo que has hecho es impropio de nuestro apellido.” Palabras que resuenan como un golpe seco en la sala, capaces de herir más que cualquier espada. Para Alonso, la actitud de Manuel es sinónimo de traición, una afrenta al honor de los Luján, una mancha que ni siquiera la sangre compartida consigue atenuar.
Pero Manuel no se amedrenta. Con firmeza, replica que no ha hecho nada malo, que todo lo contrario: su indignación es fruto de la manipulación de doña Leocadia, quien ha tejido mentiras desde el primer día con el único objetivo de apoderarse de su empresa. Él no se siente culpable, sino víctima de un entramado en el que su padre, por ceguera o por sometimiento, parece haberse convertido en cómplice. “Si de engaños hablamos, padre, la única que ha mentido desde el principio ha sido Leocadia. Y no solo una vez, sino todas las necesarias para alcanzar sus fines.”
Las palabras de Manuel encienden aún más la cólera de Alonso. Para el marqués no hay excusa, no hay justificación posible: el deber de un Luján es mantener su palabra y sostener los acuerdos, aunque el costo sea alto. Alonso exige entonces lo impensable: que su hijo se disculpe con Leocadia, que acepte el compromiso de permanecer cinco años en la empresa como estipula el contrato y que entierre sus aspiraciones de independencia. “No hay vuelta atrás, Manuel. Vas a hablar con ella, le vas a pedir perdón y cumplirás el acuerdo.”
Pero Manuel, con la voz firme y los ojos encendidos de determinación, responde que no puede obligarse a algo que repudia. Esa negativa es la chispa que enciende la furia del marqués. Por primera vez en mucho tiempo, Alonso golpea la mesa con una autoridad que parecía haber perdido, lanzando una amenaza helada: “Claro que puedo. No me obligues a demostrártelo.” La sala entera se cubre de un silencio denso, como si incluso las paredes fueran testigos de una fractura irreparable.
Este pulso entre padre e hijo revela algo más que una diferencia de opiniones. Es el reflejo de un Alonso debilitado, que durante años ha sido manipulado por quienes lo rodeaban: primero por su esposa Cruz, luego por su cuñado Lorenzo, y ahora por Leocadia, una mujer que parece tenerlo completamente hipnotizado. La repentina firmeza del marqués no es, en realidad, producto de su carácter, sino del influjo que Leocadia ejerce sobre él. Muchos en la finca se preguntan ya si Alonso defiende el honor de los Luján o simplemente obedece los designios de esa mujer que lo controla como a una marioneta.
La situación se complica aún más porque el contrato que ata a Manuel no tiene la fuerza que Alonso pretende imponer. La cláusula establece que Leocadia y Pedro Farré se comprometen a mantenerlo a él y a su equipo en la empresa durante cinco años, pero en ningún punto obliga a Manuel a quedarse contra su voluntad. La ley, fría y clara, está de su lado. Sin embargo, Alonso no atiende a razones jurídicas, sino a lo que considera el deber moral de un hijo hacia su apellido.
Y en este choque de voluntades, Leocadia se convierte en la gran beneficiada. Humillada por la actitud de Manuel, arde de furia y busca venganza. Su conversación con Cristóbal Vallesteros destila odio puro: jura que el joven pagará caro por haberla dejado en ridículo. Sus ojos, encendidos por la rabia, reflejan un deseo inquebrantable de arruinar al hijo del marqués. Leocadia se siente utilizada y burlada, y en su mente solo hay espacio para la represalia.
Mientras tanto, los criados de La Promesa observan de lejos, con temor y asombro, cómo la tensión crece. Algunos sospechan que Alonso está cometiendo el mayor error de su vida al poner a Leocadia por encima de su propia sangre. Otros temen que Manuel, pese a su entereza, termine cediendo ante la presión de su padre. La finca se divide en bandos silenciosos, y en los pasillos se murmura que este enfrentamiento podría ser el principio del fin para la familia Luján.
Porque no se trata solo de un contrato o de una disputa empresarial. Lo que está en juego es mucho más profundo: la lealtad de un hijo frente al honor de un apellido, la dignidad de un joven que quiere decidir su propio destino contra la obediencia ciega que exige un padre sometido. Alonso parece dispuesto a sacrificar a Manuel con tal de mantener a Leocadia a su lado, como antes lo hizo al dejarse manipular por Cruz. La historia se repite, y el precio puede ser demasiado alto.

El futuro inmediato se presenta lleno de interrogantes. ¿Será capaz Alonso de anteponer su deber como padre a la influencia de Leocadia? ¿O seguirá ciego, defendiendo a una mujer que solo busca su beneficio personal? ¿Podrá Manuel sostener su desafío sin perderlo todo, incluso el cariño de su propio padre? Y lo más inquietante: ¿qué planes tramará Leocadia para cobrarse la afrenta? Porque si algo ha demostrado, es que no conoce la palabra rendición.
La tensión es insoportable, y la sensación de que una guerra interna está a punto de estallar en La Promesa recorre cada rincón de la finca. Nadie sabe quién saldrá victorioso de este pulso, pero todos intuyen que, sea cual sea el resultado, nada volverá a ser igual.
La guerra entre Alonso, Manuel y Leocadia ha comenzado. Y en medio de esa batalla, el apellido Luján corre el riesgo de quedar marcado para siempre por el deshonor.