La Promesa: Manuel de Luján y el vuelo maldito de La Promesa
a tragedia nunca avisa, y en La Promesa, la desgracia suele llegar disfrazada de oportunidad. Todo comenzó con una carta sellada por la Sociedad de Aviación de Madrid, una invitación al prestigioso Torneo de Aviación Real que prometía gloria, reconocimiento y un premio de 5.000 pesetas. Para Manuel de Luján, el joven marqués que soñaba con conquistar el cielo, aquellas palabras eran más que una convocatoria: eran la confirmación de que su pasión por volar no era una excentricidad, sino el reflejo de un porvenir que solo él parecía vislumbrar.
Con la carta en la mano y el corazón encendido de ilusión, Manuel corrió hacia el hangar, donde Toño, su fiel amigo y mecánico, trabajaba con la precisión de un relojero. Juntos habían construido un avión que era más que un artefacto: era el símbolo de su libertad y de su rebeldía frente a un mundo que los quería con los pies en la tierra. La noticia del torneo los llenó de euforia: con el dinero del premio podrían adquirir el motor Anzani, perfeccionar su diseño y demostrar que los Luján no eran solo terratenientes, sino pioneros del progreso.
Pero no todos compartían su entusiasmo. En el despacho del marqués Alonso de Luján, la palabra “aviación” sonaba a locura y a vergüenza. Para él, su hijo debía ser heredero, no mecánico. Un Luján debía gobernar desde la tierra, no jugarse la vida entre las nubes. La discusión entre padre e hijo fue un duelo de generaciones: tradición contra modernidad, deber contra sueño. Manuel defendió su pasión con el alma, pero Alonso solo vio en ella una amenaza a la dignidad familiar. Cuando el joven salió del despacho, lo hizo con el orgullo herido y el corazón desgarrado.
Y entonces apareció Leocadia, siempre al acecho, siempre en el lugar exacto donde puede oír lo que no debería. Había escuchado la discusión desde la penumbra del pasillo, y comprendió al instante que ese conflicto podía servirle. Sabía cómo hablarle al orgullo del marqués, cómo envenenar sus decisiones con el dulce sabor de la conveniencia. Entró en el despacho con voz serena y mirada compasiva, fingiendo empatía mientras sembraba una idea en la mente de Alonso: permitir que Manuel volara no era ceder, era honrar el nombre de los Luján ante la nobleza. Si su hijo ganaba, la familia recuperaría el respeto perdido tras los escándalos.

Las palabras de Leocadia fueron como miel sobre hierro caliente. El marqués, atrapado entre su orgullo y la nostalgia por su hijo, acabó convencido. Al día siguiente, llamó a Manuel y, con su habitual severidad, le anunció que “le ordenaba competir”, no como mecánico, sino como representante de la familia Luján. Manuel, incrédulo y emocionado, creyó ver en ese gesto un puente entre ellos, sin sospechar que tras aquel cambio repentino de actitud se ocultaban los hilos invisibles de una trampa mortal.
Desde ese día, el hangar se convirtió en un hervidero de actividad. Manuel y Toño trabajaron día y noche, perfeccionando cada detalle del avión. La ilusión lo llenaba todo: el rugido del motor, el olor a gasolina, la promesa del cielo. Pero mientras ellos soñaban con volar, Leocadia tejía en silencio el final de su historia.
En la oscuridad de una madrugada, la mujer entró en el hangar como una sombra. Nadie la vio. Nadie oyó el leve tintineo del metal cuando sus dedos enguantados manipularon un pequeño pasador, una pieza minúscula que aseguraba los mandos del avión. No lo rompió. No dejó rastro. Solo lo aflojó, lo justo para que resistiera el despegue… pero no el viraje. “Nadie me quitará el control, niño, susurró con un escalofrío de satisfacción. Nadie.”
Al amanecer, el aire olía a promesa. Manuel subió al avión radiante, con Toño como testigo de su gloria. “¡Hoy volaremos por los Luján!”, gritó antes de despegar. El motor rugió con fuerza y el aparato se elevó, cortando el cielo con elegancia. Por un instante, el mundo pareció rendirse ante el sueño de un hombre. Pero la gloria duró poco. Un sonido seco, un clic metálico quebró la armonía. La palanca se volvió blanda. El control desapareció.