La Promesa: Leocadia y el secreto que sale a la luz
Promesa
El otoño apenas comenzaba en el valle de Los Pedroches, pero un aire gélido, casi sepulcral, se coló entre los muros de piedra de La Promesa. Aquella noche del 27 de octubre de 1913 sería recordada como el punto de quiebre, el instante en que las máscaras cayeron y los secretos más temidos comenzaron a emerger desde las profundidades del pasado. Lo que Leocadia Figueroa creía haber sepultado para siempre —una verdad tan oscura que cimentó toda su vida— estaba a punto de salir a la luz, y con ello, su poder, su control y su mundo de apariencias amenazaban con derrumbarse.
La confirmación del Barón de Valladares fue el golpe que encendió todas las alarmas: la carta que Catalina Luján había escrito a Adriano nunca fue enviada por ella. Alguien la interceptó, alguien la utilizó, y ese alguien conocía demasiado. Leocadia, la maestra del engaño, comprendió que había perdido el monopolio del secreto. En su alcoba, observando el fuego danzante de la chimenea, repasó una y otra vez los rostros del palacio: ¿quién era capaz de desafiarla? Cristóbal, su cómplice de antaño, podía ser peligroso; Petra, la doncella rota, escondía resentimientos; y Pía, la silenciosa ama de llaves, parecía demasiado sabia, demasiado prudente. El cazador, por primera vez, sentía el aliento del peligro tras la nuca.
Mientras su madre se consumía entre la paranoia y la sospecha, Ángela libraba su propio infierno. Curro, el hombre que amaba, la había convencido de fingir afecto hacia Beltrán para esquivar la amenaza de Lorenzo. Así, cada sonrisa que ofrecía en la cena era una puñalada a su corazón. Beltrán, ajeno a la tragedia, hablaba de futuro y de hijos, mientras Curro la observaba desde el otro extremo de la mesa con una mirada cargada de dolor. Cuando por fin lograron encontrarse a solas en la galería, Ángela estalló entre lágrimas: le confesó que cada instante de fingimiento era una tortura. Curro, con el alma hecha trizas, le juró que encontraría una salida. Pero antes de que pudieran abrazarse, un crujido entre los arbustos los hizo callar. Alguien los había visto. En La Promesa, donde las paredes oían y los secretos eran moneda de cambio, su amor corría un riesgo mortal.

En otra ala del palacio, Martina y Jacobo cruzaban su propio abismo. La tensión entre ellos, larvada durante semanas, estalló en una violenta discusión. Martina, agotada de los celos y el control de Jacobo, le gritó que su promesa de seguridad se había convertido en una cárcel. Él, herido en su orgullo, respondió con amenazas. Pero Martina, temblando de determinación, le declaró que no se casaría con él. La reacción de Jacobo fue tan helada como peligrosa. Sin embargo, la vida tenía preparada una venganza aún más contundente.
A la mañana siguiente, un carruaje irrumpió en La Promesa trayendo consigo a un visitante inesperado: Don Ramiro de la Vega, Conde de Zúñiga, acompañado de su sobrina, Inés. Ante los marqueses y toda la familia, el conde lanzó una revelación devastadora: Jacobo ya estaba casado, en secreto, con su hija. Martina, incrédula pero liberada, comprendió que el destino había hecho justicia por ella. La humillación de Jacobo fue total. Su fachada de caballero honorable se derrumbó, y con ella, la red de mentiras que había tejido en torno a Martina.
En los pisos inferiores, las heridas del corazón se manifestaban con igual intensidad. Samuel, roto por la confesión de María Fernández —que el hijo que esperaba no era suyo—, encontró consuelo en una conversación con Catalina. Ella, más sabia que nunca, le habló del perdón y de la valentía que exige amar de verdad. Esas palabras calaron tan hondo que, al final del día, Samuel regresó junto a María y, con lágrimas en los ojos, le ofreció su perdón: sería el padre de su hijo si ella le aceptaba. En medio del caos, el amor y la redención florecían donde menos se esperaba.
Pero el foco de la tensión seguía apuntando hacia arriba, hacia el ala noble del palacio, donde Leocadia recibía una nota anónima que la dejó sin aliento: “Sé quién es el padre de Ángela. Y sé que usted también lo sabe, Cristóbal.” La frase era un cuchillo. No era una amenaza vaga, sino una verdad concreta. Su secreto más temido —la verdadera paternidad de Ángela— ya no le pertenecía. Alguien dentro de La Promesa lo sabía y estaba dispuesto a usarlo en su contra.
Aterrada, repasó el pasado. Solo una persona más, además del difunto Barón, conocía la verdad: la partera que asistió al parto, una mujer desaparecida hace años. Pero entonces un recuerdo la golpeó como un relámpago: una joven doncella curiosa, siempre escuchando tras las puertas, a la que despidió por un hurto insignificante. Su nombre le vino a la mente como una maldición: Pía Adarre. La misma que ahora se enfrentaba con audacia a Cristóbal, la misma que había osado amenazarlo con los “secretos” que compartía con Leocadia. Todo encajaba. Pía no jugaba a adivinar; jugaba a ganar.
La furia reemplazó al miedo. Leocadia decidió que era hora de actuar. Con su sonrisa más hipócrita, se acercó a Pía al día siguiente y le ofreció ser su asistente personal, su “confidente”. Pía entendió de inmediato que la oferta era una trampa: Leocadia quería tenerla cerca, vigilarla. Rechazó la propuesta con cortesía, pero su negativa fue una declaración de guerra silenciosa. A partir de ese momento, la relación entre ambas mujeres se transformó en un duelo encubierto, una partida mortal en la que el primer movimiento ya estaba hecho.
A la par, Curro ideaba una maniobra desesperada para liberar a Ángela del matrimonio con Beltrán. Recurrió a un secreto financiero: sabía que Beltrán había perdido una fortuna en una estafa minera. Con la promesa de devolverle el dinero —usando una herencia que acababa de descubrir—, le pidió que rompiera el compromiso. Beltrán, conmovido por el sacrificio de Curro, aceptó. Esa misma tarde, Leocadia recibió la noticia con incredulidad: Beltrán había decidido no casarse con Ángela, argumentando un amor previo. Su plan se desmoronaba pieza a pieza.
Mientras tanto, Pía disfrutaba de una pequeña victoria. Gracias a su amenaza, Cristóbal había permitido a Petra dos días de descanso. Pero ese triunfo tenía un sabor amargo: sabía que Leocadia había puesto los ojos sobre ella. Y la señora Figueroa no perdonaba a quien osara desafiarla.
Aun así, no todo eran sombras. Con Jacobo desenmascarado y Beltrán fuera del juego, el amor de Curro y Ángela por fin respiraba. María y Samuel se reconciliaban, y Martina recuperaba su libertad. Incluso Enora, aunque aún marcada por su error, encontraba en Simona y Toño un atisbo de comprensión.
Esa noche, bajo la misma luna que había sido testigo de su dolor, Ángela y Curro se reencontraron. Él le tomó la mano con ternura y le dijo: “Lo hemos conseguido.” Ella, entre lágrimas, corrigió: “Lo hemos conseguido juntos.”
La Promesa seguía envuelta en secretos, pero por primera vez, la esperanza parecía más fuerte que el miedo. Los muros que habían escuchado tantas mentiras fueron testigos de algo distinto: la posibilidad de que el amor, la verdad y el perdón pudieran, al menos por una noche, imponerse sobre la oscuridad.
Sin embargo, mientras el amanecer doraba los campos, en la mente de Leocadia solo quedaba una certeza: la guerra había comenzado. Y en esa guerra, solo una de las dos —ella o Pía— saldría viva del juego de secretos que ahora consumía La Promesa.
(Acontecimientos del episodio 704 de “La Promesa”, lunes 27 de octubre — un capítulo donde el poder, el amor y la venganza colisionan en un torbellino imposible de detener.)