LA PROMESA – Enora revela su identidad secreta, impide la boda y mete a Lorenzo en la cárcel Avance

Curro, Ángela y la carta de Catalina. La llegada de la carta de Catalina sacude La Promesa: para Martina es alivio, para Adriano una despedida que lo desgarra… y para Leocadia el principio del fin

El amanecer trajo consigo un silencio tenso, casi reverencial, sobre los muros de La Promesa. El aire estaba cargado de presagios, como si el destino se preparara para escribir su capítulo más decisivo. Nadie lo sabía aún, pero la llegada del cartero cambiaría el curso de muchas vidas. Dentro de un sobre sellado con la caligrafía elegante de Catalina latía la verdad, una verdad que sería alivio para algunos, condena para otros, y redención para unos pocos.

Martina fue la primera en romper el aire contenido de la sala. Sus manos temblaban al sostener el papel, pero sus ojos, brillantes, recobraron el color perdido. Catalina estaba viva y a salvo, lejos del peso de los secretos de la casa. “Está bien”, murmuró con un suspiro entrecortado, mientras Leocadia fingía serenidad. En su interior, sin embargo, aquella carta representaba una pieza menos que mover en su intrincado tablero de manipulación. “Catalina siempre ha sido sensata”, sentenció con una frialdad disimulada, aunque en sus palabras se escondía un veneno sutil: el deseo de que todos creyeran que huir de La Promesa era el único acto de cordura posible.

Pero no todos sintieron alivio. En un rincón, Adriano sostenía otra carta con dedos crispados. Para él, cada palabra escrita por Catalina era un adiós disfrazado de calma. Las frases hablaban de paz y libertad, pero entre líneas se leía la despedida definitiva. Aquella mujer que una vez había sido su esperanza ahora se marchaba para siempre, y el vacío que dejaba era insoportable. Recordó las risas compartidas en el hangar, el brillo en sus ojos cuando hablaban de motores, el amor que creía eterno. Ahora comprendía que para ella todo aquello había sido solo una escala en su huida, mientras para él era su razón de vivir. Salió del salón en silencio, con la carta arrugada en el puño y el corazón hecho trizas.

 

Mientras los señores luchaban con sus fantasmas, en la zona de servicio se gestaba otra tormenta. Teresa enfrentó a Vera, cansada de mentiras y evasivas. Su voz, antes cálida, sonó dura y directa: “¿Podrías hablarme con la verdad por una vez?”. La joven sirvienta palideció; sabía que el momento había llegado. Teresa la acusó de mentir sobre su paradero y de haber sido vista en un callejón entregando dinero a un hombre sospechoso. El nombre de Santos, su chantajista, resonó en su mente como una maldición. Aquel hombre, antiguo criado de su familia, la había reconocido y la mantenía bajo su yugo, exigiéndole dinero a cambio de guardar silencio sobre su verdadera identidad: Vera no era una criada, sino la hija fugitiva de los Duques de Carril.LA PROMESA - Enora revela su identidad secreta, impide la boda y mete a  Lorenzo en la cárcel Avance

Rota de miedo, la joven trató de explicar lo inexplicable. Teresa, conmovida por su angustia, le rogó que confiara en ella, pero el temor a perder a Lope y ser desenmascarada la paralizó. En ese momento, el propio cocinero entró en la habitación. La mirada que le dirigió fue un golpe al alma. “¿Por qué me mientes, Vera?”, le preguntó con voz temblorosa. Ella intentó apartarse, pero él insistió: “Creía que confiabas en mí”. Sus palabras fueron como cuchillos. Entre lágrimas, Vera le pidió que la dejara en paz, sin saber que cada sílaba destruía el corazón del hombre que la amaba. Lope se marchó en silencio, con la desesperanza grabada en el rostro.

Esa noche, sin embargo, el amor encontró el coraje que había perdido. Incapaz de seguir viviendo entre sombras, Vera buscó a Lope en la cocina. Con la voz quebrada, le reveló toda la verdad: su linaje noble, el matrimonio forzado del que escapó, y el chantaje de Santos. Lope escuchó en silencio, su gesto endurecido por la sorpresa, hasta que comprendió que el miedo la había llevado a mentir. “Ya no estás sola”, le dijo con ternura, tomando sus manos. Por primera vez, Vera no retrocedió. En ese instante, su amor renació, puro y libre, y ambos juraron desenmascarar a Santos y acabar con su poder.

Mientras tanto, el doctor Salazar y Samuel revisaban los síntomas de Petra. Todo apuntaba al tétanos, una enfermedad inusual y mortal sin suero antitetánico. Pero lo más inquietante era cómo había llegado ese suero a la casa: Lorenzo, el capitán De la Mata, lo había conseguido a cambio de algo oscuro. Samuel sospechaba que detrás de la enfermedad se escondía una mano culpable. La duda se transformó en certeza: Petra no había enfermado por azar, sino por un acto intencionado.

En el hangar, Manuel repasaba los planos del motor junto a Toño, alarmado por la desaparición de Enora. Nadie la había visto desde la noche anterior, cuando se marchó herida tras un accidente menor. Pero algo en los planos llamó la atención de Manuel: una serie de cálculos con la firma secreta de Enora, acompañados por coordenadas geográficas. No era un error. Era una mejora brillante del diseño… y una pista. Entendió al instante lo que había hecho: Enora había construido un prototipo en secreto y había ido a probarlo sola. Movido por la urgencia, tomó un coche y partió hacia el lugar indicado.

En otro rincón del palacio, Curro vivía su propio tormento. Su madre, Leocadia, le había pedido algo impensable: arruinar a Ángela para salvarla. Su plan era cruel y retorcido: debía fingir una relación con ella, provocar un escándalo y lograr que Lorenzo, obsesionado con el honor, rompiera el compromiso. Cuando Curro se negó, Leocadia reveló algo aún más siniestro: planeaba incriminarlo en un robo para que, al ser arrestado, el escándalo manchara a Ángela y Lorenzo cancelara el enlace. “Serás un criminal a los ojos del mundo, pero ella será libre”, le susurró con frialdad.

Desesperado, Curro vagó por lo