La Promesa, avance del capítulo 673: La memoria de Ángela: el fin de Lorenzo
Los muros de La Promesa se estrechan, y la verdad está a punto de estallar
El palacio de La Promesa se encuentra en el ojo de un huracán invisible, donde cada secreto escondido amenaza con convertirse en una bomba de relojería. En el centro de esa tormenta está Ángela, cuya memoria, aunque quebrada y aún frágil, contiene las claves que podrían derrumbar el poder que Lorenzo lleva tanto tiempo amasando en silencio. Su madre, Leocadia, la empuja sin descanso hacia el recuerdo, convencida de que el dolor de su hija es el arma necesaria para exponer a los verdaderos culpables. Pero la pregunta que flota en el aire es devastadora: ¿será Ángela capaz de revivir la pesadilla de su secuestro para lograr justicia, o el terror volverá a arrastrarla a la oscuridad?
Mientras tanto, la aparente calma que recubre los muros del palacio es un simple espejismo. El escándalo de Catalina, convertido ya en titular de la prensa nacional, pone a la familia en la picota social, hundiendo poco a poco la reputación de los Luján. El marqués Alonso, incapaz de aceptar la rebeldía de sus hijos, estalla contra Catalina y contra Manuel, llevando la brecha familiar a un punto casi irreparable. En los pasillos, las conversaciones apenas logran tapar los susurros de la prensa, y cada gesto es observado con lupa.
A todo esto, la inteligente Pía Adarre no puede apartar de su mente las inconsistencias del secuestro. Su instinto de gobernanta curtida entre intrigas le dice que Lorenzo no es el único implicado; hay alguien más, una mente calculadora en las sombras, que mueve las piezas de un tablero de ajedrez mucho más grande. Si Ángela fue llamada “mercancía” y si había un plan detrás, entonces el secuestro no fue un simple arrebato, sino parte de un esquema mucho más turbio.
El amanecer del jueves 11 de septiembre parecía idílico desde los tejados: el sol cubría el paisaje con un brillo dorado que pretendía maquillar las fisuras invisibles. Pero dentro de La Promesa reinaba un frío que no provenía de las piedras, sino de los secretos que carcomían a sus habitantes. En la habitación de Ángela, ese contraste era más evidente que nunca: la joven descansaba sobre un cúmulo de almohadones, su rostro pálido reflejaba un trauma latente, mientras Leocadia, con el gesto severo convertido en una mezcla de ansiedad y devoción, le apretaba la mano con una fuerza que era más cadena que consuelo.
“Ángela, hija mía… necesito que recuerdes. No por ti, ni por mí, sino para acabar con ese monstruo”, susurraba Leocadia, consciente de que cada palabra arrancaba a su hija de un lugar al que no quería volver. Y Ángela, entre lágrimas y fragmentos de terror, confesó lo que nunca había dicho antes: no era solo la voz del Capitán la que la perseguía en los recuerdos. Había otra voz, más grave, más calmada, la que daba órdenes. Una voz que llamaba “mercancía” a una muchacha aterrada, que hablaba de pagos y de un plan en marcha.
La revelación sacudió a Leocadia como un rayo. Y el golpe final llegó cuando Ángela recordó un detalle casi perdido en la penumbra de su memoria: un alfiler de corbata en forma de halcón, símbolo inequívoco de los negocios más oscuros del Barón de Valladares y de su aliado más fiel: Lorenzo. No era una prueba definitiva, pero sí la primera grieta en su blindaje. Para Leocadia, ese halcón no era un simple adorno: era el principio del fin.
Mientras Leocadia prometía a su hija que ella misma se encargaría de todo, en las cocinas, la rutina cotidiana escondía tensiones aún más peligrosas. María Fernández y Lope trabajaban con el gesto tenso, cada uno arrastrando sus propias heridas, mientras Pía intentaba ordenar sus sospechas. Ella veía demasiado claro lo que otros no querían reconocer: Lorenzo parecía disfrutar de un triunfo en lugar de lamentar una tragedia. ¿Acaso no era eso ya una señal inequívoca de su implicación?
La prensa, entretanto, se encargaba de dinamitar lo poco que quedaba de la reputación de los Luján. El artículo que convertía a Catalina en una “agitadora revolucionaria” era un mazazo directo al orgullo del marqués. La discusión entre padre e hija estalló en el comedor, con reproches cruzados y la indignación de Catalina enfrentada al autoritarismo de Alonso. Manuel, incapaz de quedarse en silencio, tomó partido por su hermana, desafiando una vez más a su padre. Esa escena, cargada de furia, selló una distancia emocional que parecía ya imposible de cerrar.
Pero mientras los Luján se desgarraban entre sí, Lorenzo jugaba su propia partida en la biblioteca, manipulando a Jacobo con la astucia de siempre. Su plan era claro: colocar a Martina en el nuevo patronato de la familia, no como figura de poder, sino como adorno decorativo que en realidad servía para reforzar su propia influencia. Jacobo, cegado por sus prejuicios y temores hacia la relación de su hija con Curro, cayó en la trampa. Lo que para él era “por el bien de su hija”, para Lorenzo no era más que otro peón en su tablero.
Lo que Lorenzo no esperaba era la reacción de Martina. Cuando la joven, indignada, compartió la noticia con Manuel, encontró en su primo un aliado inesperado. Ambos, cansados de ser tratados como amenazas, decidieron que si los adultos querían usarlos como piezas de ajedrez, ellos aprenderían a jugar la partida por sí mismos. Martina no aceptaría ser un adorno, y Manuel no renunciaría a sus sueños de aviación. En ese instante nació una alianza que podría cambiar el destino de la familia: dos rebeldes dispuestos a desafiar las cadenas del pasado.

En paralelo, las intrigas en el servicio seguían fermentando. Santos, el recién llegado, insistía en sonsacar secretos a María, mientras Lope se aferraba con desesperación a la idea de retener a Vera, que cada vez más decidida buscaba huir de un pasado que aún la perseguía. Y en medio de esa tensión, Pía cometió el error de llevar a su hijo Dieguito al palacio, siendo descubierta por el implacable Cristóbal, quien no dudó en amenazarla con consecuencias severas. La injusticia era tan evidente que la gobernanta llegó a plantearse abandonar todo, pero sabía que La Promesa no soltaba a nadie con facilidad.
Al caer la noche, Leocadia, con el halcón aún grabado en la memoria, tomó la decisión de mover ficha. No podía atacar de frente a Lorenzo, pero podía empezar a sembrar veneno. Eligió a Cristóbal como confidente, un hombre rígido, sí, pero ajeno a los intereses de los Luján. Y allí, en el despacho, comenzó a tejer una narrativa venenosa, acusando a Curro de haber manchado el honor de Ángela y acercando así sus intereses personales al gran tablero de conspiraciones que se desplegaba.
Porque en La Promesa ya no se trataba de si habría una traición, sino de quién caería primero.