Joaquín planta cara a Don Pedro tras descubrir todas sus mentiras – Sueños de Libertad
Es que te pase el mando
El ambiente estaba cargado de rabia contenida, un choque de voluntades que amenazaba con romper los lazos más frágiles de la familia. Frente a frente, dos figuras se encaraban con palabras que dolían más que los golpes. “Mírate, eres un pusilánime incapaz de hacerte respetar”, lanzó uno con desprecio, dejando claro que la batalla ya no era solo por el poder, sino también por la dignidad.
La respuesta no tardó en llegar, teñida de indignación y de coraje: “¿Y usted qué? ¿Qué va a hacer ahora? ¿Cómo piensa seguir adelante, dispuesto a lo que sea con tal de conseguir lo que quiere? Porque más bajo que amenazar a su propia mujer para que se quede a su lado, creo que no se puede caer”. La acusación era brutal y directa, un retrato despiadado de un hombre que se aferraba con uñas y dientes a lo único que aún lo mantenía en pie: su esposa.
El joven no se detuvo allí. Defendió a su madre con una valentía nacida de la desesperación: “Mi madre no quiere seguir viviendo con usted. Déjela en paz, déjela volver con su familia, con los suyos”. Era un grito de liberación, un intento de arrancar a la mujer de las garras de alguien que la retenía más por miedo que por amor.

Pero la respuesta fue un mazazo: “Tu madre es el amor de mi vida y estará conmigo hasta el final. Cuidadito, muchacho, porque ya sabes lo mucho que se juega ella. Lo mejor que puedes hacer es marcharte y callar”. La amenaza estaba clara, disfrazada de advertencia. No importaban los sentimientos, lo único relevante era el control, mantenerla cerca a cualquier precio.
El enfrentamiento subió de tono cuando el hijo, con voz firme, aseguró: “No tiene ninguna prueba de que mi madre estuviese aquí cuando murió Jesús”. Era un intento de marcar límites, de demostrar que las cartas no estaban todas del lado de don Pedro. Sin embargo, él replicó con frialdad: “¿Eso qué importa? Ya sabes que soy capaz de hacer lo que sea por el bien de todos”. Repetía esa frase como un mantra, “por el bien de todos”, cuando en realidad sus actos hablaban más de egoísmo y de miedo a perder que de auténtico sacrificio.
El joven, harto de escuchar esas justificaciones, soltó las palabras que llevaba tiempo acumulando: “Es usted una persona despreciable”. Y entonces llegó la pregunta que lo atravesó todo como un rayo: “¿Qué quiere, don Pedro? ¿Quiere morir sentado en ese sillón? Pues adelante, hágalo. Pero lo hará solo”. El mensaje era claro: su trono, ese lugar al que se aferraba con obsesión, se había convertido en su cárcel.
Pero don Pedro no estaba dispuesto a admitir derrota. Con una sonrisa amarga replicó: “No, te equivocas. Dar está conmigo y será él quien ocupe este sillón cuando yo no pueda ejercer. Porque, a pesar de haberle ignorado como al bastardo de la familia, es mucho más espabilado que tú”. La revelación cayó como una bomba. No solo reconocía públicamente a Dar, sino que lo colocaba por encima de su propio hijo legítimo, en una maniobra cruel para herir y dividir aún más a la familia.
La rabia del hijo explotó: “Esto no va a quedar así”, juró, prometiendo que aquella afrenta tendría consecuencias. Pero don Pedro, imperturbable, lanzó la última estocada: “Si de verdad te importa tu madre, deja las cosas como están. Piénsalo. Yo no tengo nada que perder, nada”. La frase resonó como una sentencia. Un hombre acorralado, sin escrúpulos, que estaba dispuesto a arrastrar a todos consigo si era necesario.
La escena terminó en un silencio sepulcral, roto solo por la música que acompañaba como un eco fúnebre. La amenaza de don Pedro quedó flotando en el aire, recordando que, cuando alguien siente que ya no tiene nada que perder, es capaz de cualquier cosa.
Lo verdaderamente escalofriante de esta confrontación no eran solo las palabras, sino lo que significaban. Don Pedro se revelaba como un hombre dispuesto a manipular, chantajear y sacrificar la paz de toda su familia con tal de conservar el poder y el amor de una mujer que ya no quería estar a su lado. Sus amenazas veladas dejaban entrever un pasado oscuro, una sombra sobre la muerte de Jesús y un presente en el que cualquier movimiento podía desencadenar una tragedia aún mayor.
Por otro lado, el hijo aparecía dividido entre el amor por su madre y la impotencia de no poder arrancarla de las manos de aquel hombre. Sus intentos de razonar, de exponer la verdad, chocaban una y otra vez contra un muro de manipulación y cinismo. Ver a su madre atrapada en esa telaraña lo desgarraba por dentro, pero también lo llenaba de rabia, la suficiente como para jurar que la lucha no había terminado.
El sillón, ese símbolo de poder en torno al cual giraba toda la disputa, se transformaba en una metáfora de la obsesión de don Pedro. Aferrarse a él no era solo querer conservar un cargo, sino negarse a aceptar el paso del tiempo, la enfermedad y la pérdida. Prefería arrastrar consigo a todos antes que admitir que su reinado estaba llegando a su fin.

Dar, el bastardo de la familia, se convertía en la pieza clave del juego. Reconocerlo públicamente y situarlo como heredero del sillón era un movimiento estratégico, diseñado para humillar y dividir. Con esa decisión, don Pedro no solo reforzaba su control, sino que sembraba una semilla de conflicto que prometía crecer hasta convertirse en un enfrentamiento devastador.
La música de fondo subrayaba la magnitud de la escena, como si presagiara que nada volvería a ser igual. El hijo, derrotado en apariencia, se retiró con el peso de la amenaza sobre sus hombros. Pero en sus ojos quedaba grabada la determinación de no permitir que su madre siguiera siendo rehén de ese hombre.
Este spoiler nos muestra que el conflicto está lejos de resolverse. Por un lado, un padre que no se detiene ante nada y que se justifica con la idea de actuar “por el bien de todos”, aunque sus actos lo contradigan. Por otro, un hijo que lucha contra la manipulación, intentando salvar a su madre de un destino cruel. Y en medio de todo, la sombra de un sillón convertido en símbolo de poder, de orgullo y de destrucción.