Joaquín le revela a Gema cómo fue la muerte de Jesús – Sueños de Libertad

Jesús quería recuperar la confesión de los crímenes que había hecho y que había dejado a su abogado y que mi madre tenía en sus manos

La tensión en la familia era insoportable, y el peso de los secretos parecía envolver cada rincón de la casa como una sombra que nunca se disipaba. Jesús, desesperado y consciente del riesgo que corría su reputación, quería recuperar a toda costa la confesión de los crímenes que había cometido y que había confiado a su abogado, un documento que representaba la verdad más oscura de su vida. Ese archivo, guardado en un lugar seguro, había acabado en manos de mi madre, quien, sin saber exactamente cómo, había terminado siendo la guardiana de ese secreto mortal. La implicación de don Pedro, aunque nunca del todo clara, agregaba un matiz aún más siniestro a la historia.

Lo que Jesús temía no era solo que su confesión saliera a la luz, sino que alguien cercano, en quien confiaba, pudiera descubrir la magnitud de sus acciones. La sola idea de que Julia, una mujer que no sospechaba nada de lo ocurrido, pudiera enterarse de la verdad lo horrorizaba hasta el límite. Era un miedo profundo, visceral, que lo impulsaba a actuar de manera precipitada y, a veces, irracional. Cada paso que daba estaba marcado por el temor a ser descubierto, por el miedo de que su mundo perfecto y controlado se desmoronara en un instante.

Sueños de libertad' revela la verdad sobre la muerte de Jesús

El incidente que desencadenó todo ocurrió de manera violenta y caótica. Durante una discusión tensa y cargada de emociones, las cosas se pusieron peligrosamente fuera de control. Jesús, impulsivo y fuera de sí, discutió con mi madre en un forcejeo que terminó de manera trágica: el arma, sostenida en medio del enfrentamiento, se disparó por accidente. La casualidad, la mala suerte, la tensión acumulada… todo se combinó para crear un momento que marcaría la vida de todos para siempre. Mi madre, cargando con la culpa, se reprochaba lo ocurrido, aunque, paradójicamente, hubiera podido ser ella quien muriera en aquel instante. La sensación de horror y culpa era insoportable, y cada día que pasaba se sumaba a un peso que parecía imposible de soportar.

La pregunta que todos se hacían era inevitable: ¿cómo había podido vivir mi madre con semejante carga sobre la conciencia? La respuesta, aunque compleja, estaba entretejida con su fortaleza y su sentido del deber. Ella había enfrentado la posibilidad de la muerte y la responsabilidad de un secreto mortal, y aun así, había seguido adelante, tratando de proteger a los demás y mantener la estabilidad de la familia. Cada sonrisa que mostraba, cada gesto amable, ocultaba un tormento interno que solo ella conocía en su totalidad.

Pero la historia no terminaba ahí. Don Pedro, con su astucia y capacidad de manipulación, apareció poco después del incidente en el despacho. Su intervención no fue casual ni desinteresada: ayudó a mi madre a encubrir lo ocurrido, asegurándose de que la verdad quedara oculta y de que nadie sospechara lo que realmente había pasado. La implicación de don Pedro añadía un nivel de amenaza constante, un recordatorio de que aquel hombre era capaz de cualquier cosa para mantener el control de la situación y de las personas que lo rodeaban.

Así, lo que parecía un accidente aislado se transformó en un acto de chantaje y manipulación. Don Pedro utilizó la información que tenía sobre lo ocurrido como un arma para controlar a mi madre. La chantajeaba con la posibilidad de denunciar lo sucedido, y la sola idea de enfrentarse a él era aterradora. Todos sabían que aquel hombre era capaz de actuar sin escrúpulos, y la posibilidad de que pudiera ir más allá de cualquier límite moral hacía que todos temieran por el futuro.

La conversación entre nosotros, mientras procesábamos estos hechos, estaba cargada de miedo y de incertidumbre. “Yo no sé si es capaz de llegar hasta ese punto”, confesé con un hilo de voz, consciente de la magnitud de lo que estábamos enfrentando. “Pero prefiero no correr el riesgo”, añadí, porque el peligro no era algo que pudiéramos subestimar. Don Pedro tenía el poder, la influencia y la frialdad para manipular la situación a su favor, y cualquiera que se interpusiera en su camino corría el riesgo de sufrir consecuencias irreversibles.

La pregunta siguiente, inevitable, surgió con un suspiro cargado de desesperanza: “¿Y qué podemos hacer, cariño?” La respuesta parecía imposible, porque no había una solución sencilla ni una salida clara. La única certeza era que el tiempo jugaba en nuestra contra, y que cualquier acción en falso podría desencadenar un desastre mayor. La desesperación se mezclaba con la impotencia, y la única esperanza que quedaba era esperar, con un temor constante al futuro.

En medio de todo esto, la sensación de vulnerabilidad era abrumadora. Cada día que pasaba, cada mirada de mi madre y cada acción de don Pedro recordaban que estábamos atrapados en un juego peligroso. No había garantías, no había certezas; solo la certeza de que los secretos podían destruirnos si caían en las manos equivocadas. La historia de Jesús, mi madre y don Pedro era un recordatorio de cómo un solo acto, un disparo accidental, podía desencadenar una cadena de eventos que marcara la vida de todos los involucrados de manera irreversible.

Jesús intenta provocar a Joaquín, mientras Miriam lo escucha todo: "Eres  tan cobarde que no la echas"

El tiempo parecía dilatarse mientras reflexionábamos sobre lo ocurrido. La combinación de miedo, culpa y amenaza constante creaba una atmósfera opresiva, casi imposible de soportar. Cada decisión debía tomarse con extremo cuidado, porque un error podría costar demasiado caro. La vida de todos estaba suspendida en un delicado equilibrio, y la tensión era palpable en cada conversación, en cada silencio, en cada gesto.

Finalmente, la única respuesta que nos quedó fue resignación mezclada con temor. La esperanza de que don Pedro, de alguna manera, se debilitara con el tiempo y dejara de ser una amenaza constante se convirtió en una especie de mantra silencioso: “esperar a que don Pedro muera pronto”, susurré, consciente de que era la única vía para recuperar algo de tranquilidad. La música de fondo, que parecía acompañar cada pensamiento, cada emoción y cada miedo, subrayaba la gravedad de la situación y el peso de los secretos que nos mantenían atrapados en una red invisible de chantaje y temor.

Y así, con el corazón en vilo y la mente saturada de preocupaciones, nos vimos obligados a esperar, a vivir cada día bajo la sombra de un hombre capaz de todo, y a cargar con la culpa, la culpa de un accidente, la culpa de un secreto y la culpa de la manipulación que nos había arrebatado la tranquilidad. La tensión permanecía, y cada instante estaba marcado por la conciencia de que cualquier movimiento en falso podría desencadenar un final inesperado y devastador.