Gabriel advierte a María sobre Begoña – Sueños de Libertad
Perdona, no te quería interrumpir porque parecías muy concentrada
En el próximo capítulo, la calma aparente dentro de la casa se rompe poco a poco, dejando al descubierto secretos y tensiones que podrían alterar el equilibrio de todos. La escena comienza con un intercambio cotidiano, casi inocente: alguien entra suavemente en la habitación y, con tono amable, pide perdón por interrumpir. La mujer estaba concentrada en su lectura, intentando terminar el libro antes de cenar, y ese instante de normalidad transmite la ilusión de tranquilidad doméstica. Él aprovecha para contarle que ya ha hablado con Manuela para resolver el molesto problema de los ratones en la guardilla, un detalle aparentemente banal que, sin embargo, se convierte en símbolo de cómo los pequeños males pueden perturbar la paz en el hogar. Ella agradece sinceramente, confesando que en algunos días ni siquiera logra conciliar el sueño por esa preocupación. La escena se cierra con promesas de verse más tarde, y ella se retira para cambiarse, mientras la música de fondo anticipa que la calma no durará demasiado.
Apenas queda la habitación en silencio cuando un nuevo diálogo se abre, esta vez cargado de tensión y reproches ocultos. “No te has percatado de nada, ¿verdad?”, espeta una voz que irrumpe como una daga. El reproche es directo: la sospecha de que su pareja y otra persona se han puesto de acuerdo para vigilarlo y no dejarlo en paz. Lo que parecía un simple comentario doméstico se transforma en una acusación velada. Se revela que Julia, la niña inocente que todo lo observa, ha sido testigo de algo sospechoso: notó que él volvió de la rehabilitación con los zapatos sucios, un detalle que no pasó inadvertido. La explicación que él le dio no convenció a Begoña, quien incluso llegó a afirmar que había oído pasos en la casa.

El hombre, en un intento desesperado por defenderse, asegura que sí, hubo pasos, pero solo unos discretos, apenas perceptibles, y que no fue visto por nadie. La tensión se eleva: sabe que si alguien percibe un temblor, un movimiento extraño, cualquier mínimo reflejo, la mentira que sostiene con tanto esfuerzo quedaría al descubierto. Lo que está en juego no es solo su secreto personal, sino un entramado mucho mayor: la estabilidad de la empresa y su posición dentro de ella. Él confiesa que necesita mantener la farsa de que no puede caminar, porque si se supiera la verdad antes de tiempo, Andrés —quien ahora depende emocionalmente de él— se alejaría. Y para sobrevivir en medio de la inminente caída de la empresa, necesita ser la tabla de salvación de Andrés cuando todo se derrumbe.
Su cómplice, que hasta ahora se muestra como la voz de la razón, le advierte con severidad: debe actuar con más cuidado, pues cualquier descuido podría arruinarlo todo. La conversación se desvía entonces hacia la situación empresarial, que parece un campo minado. La ironía del destino es que, aunque todo parecía hundirse, la compañía ha logrado sortear varios reveses inesperados. Incluso la fanfarria organizada por el gobernador ha dado un respiro de publicidad, aunque todos saben que eso no es suficiente: lo que realmente hace falta es dinero.
Ahí entra en juego la estrategia de los Merino, quienes planean vender unos terrenos que pronto serán recalificados, lo cual representa una oportunidad de oro. Sin embargo, surge la duda: ¿por qué don Pedro no aporta la parte que corresponde a los hijos de su mujer? Esa ausencia resulta demasiado sospechosa, y despierta interrogantes sobre su verdadera lealtad. Entre papeles y estatutos de la empresa, el protagonista no puede evitar pensar en la jugada de don Damián, siempre astuto, siempre con un plan oculto bajo la manga.
El dilema es claro: ¿conviene o no avisar a don Pedro? La respuesta de su interlocutor es tajante: lo que no les conviene es apostar por un caballo perdedor. Don Pedro aún es mucho don Pedro, aún no está muerto, y apostar en su contra podría costarles caro. El consejo es directo: votar con los de la reina, alinearse con quienes realmente tienen el poder y no desgastarse en luchas inútiles.
Se revela entonces una estrategia más amplia: los Merino no apoyarán la decisión de Damián, y Joaquín, motivado por su ambición, intentará recuperar el puesto que perdió. La consigna es clara: divide y vencerás. Sin embargo, no todo es tan sencillo. Si la división no se logra, los Merino podrían mover sus fichas de otro modo, incluso colocando a Marta como directora, algo que trastocaría por completo el tablero de poder.
La advertencia final cae como un balde de agua fría: en esta familia, nunca hay que dar nada por hecho. Cada movimiento está sujeto a cambios bruscos, cada alianza puede convertirse en traición de un momento a otro, y la certeza nunca existe. El capítulo cierra con una música inquietante, dejando la sensación de que lo visto hasta ahora no es más que la punta del iceberg de un conflicto mucho mayor.

Las tensiones personales y familiares se entrelazan con los secretos empresariales, creando una red en la que cada mentira sostiene a otra, y cada verdad oculta puede derrumbarlo todo. El protagonista sigue atrapado en su doble juego: fingir debilidad para ganar fuerza, ocultar lo evidente para garantizar su supervivencia, y manipular a quienes lo rodean para que la empresa no se hunda. Pero el peligro está cada vez más cerca, porque Julia ya sospecha, Begoña escucha lo que no debería, y los movimientos de los Merino y Damián amenazan con desestabilizarlo todo.
El avance promete capítulos intensos: ¿logrará mantener su mentira sin que nadie descubra que puede caminar?, ¿o será su propio descuido el que ponga en riesgo no solo su secreto, sino también el futuro de la empresa y la unión de la familia? La intriga está servida, y cada personaje parece jugar su carta en un juego donde lo único seguro es que no habrá vencedores sin cicatrices.