EL ESCÁNDALO QUE NADIE ESPERABA ¿QUIÉN ES EL PADRE? || CRÓNICAS de #LaPromesa #series
tormenta que arrasará corazones”
Queridos seguidores de La Promesa, abróchense el cinturón, porque lo que sucede en este capítulo 699 no solo sacude los cimientos de la mansión de los Luján, sino también los nuestros. El episodio estalla como una bomba que nadie ve venir, una bomba emocional en la que las máscaras caen y las verdaderas intenciones salen a la luz sin compasión. Lorenzo, impasible y autoritario, acelera la presión sobre Leocadia: exige que la boda con Ángela se concrete en tres meses, sin margen para dudas ni retrasos. Pero mientras el militar avanza con su estrategia férrea, doña Leocadia urde su propio plan paralelo: casar a su hija con Beltrán, el pretendiente ideal en apariencia, pero con un trasfondo que podría no ser tan puro como parece. En medio de estas maquinaciones, Curro, exhausto y dividido entre el deber y la culpa, empieza a derrumbarse, atrapado en una red invisible de manipulaciones que lo van consumiendo poco a poco.
La historia comienza con una imagen cargada de simbolismo: Ángela, sola en el jardín de La Promesa, busca consuelo entre las páginas de un libro que apenas puede leer. El aire otoñal corta la piel y el silencio pesa más que nunca. Las hojas que caen giran como ecos de su tristeza, mientras ella, en ese banco que tantas lágrimas ha visto, intenta encontrar un respiro que le devuelva un fragmento de sí misma. Pero la calma se rompe con el sonido inconfundible de unas botas que avanzan sobre la grava: es Lorenzo, trayendo consigo el peso del miedo. La atmósfera se espesa en segundos; la serenidad se convierte en amenaza. Su presencia lo contamina todo. Con esa sonrisa ensayada de quien se sabe en control, se acerca a Ángela, que intenta mantener la compostura y no mostrar el temblor interior que la recorre.

Cada palabra entre ellos es una batalla. Lorenzo la interroga con esa falsa naturalidad que oculta un tono de dominación. Ella responde fría, llamándolo “Capitán”, un título que usa como escudo, como frontera emocional. Pero él no entiende de límites, o finge no entenderlos. Se aproxima con esa voz manipuladora que disfraza el control de amabilidad. Y entonces llega el momento que todos esperábamos: Ángela, firme, lo confronta. Su sola presencia, le dice, la agobia. Una frase que suena como una sentencia, un grito contenido que por fin se libera. El silencio posterior es insoportable; el aire parece detenerse. Los ojos de Lorenzo se endurecen. Lo que se refleja en ellos es peligroso, una amenaza que hiela la sangre. Ella sabe que ha despertado su furia, y nosotros, desde fuera, tememos por ella. ¿Hasta cuándo podrá resistir la presión? ¿Cuánto más podrá defender su dignidad antes de quebrarse?
Mientras tanto, en otro rincón de la mansión, Adriano se enfrenta a su propio abismo. En su despacho, con la carta de Catalina en las manos, el hombre que una vez fue símbolo de serenidad ahora se consume entre la duda y la desesperación. Lee y relee las líneas una y otra vez, como si en la tinta pudiera encontrar una pista oculta que le devuelva la esperanza. La penumbra del lugar refleja su tormento interior. La carta que debía traer consuelo solo le ha traído más incertidumbre, más preguntas que lo desgarran. Martina entra en silencio, y su mirada traiciona un miedo que intenta ocultar. Ella sabe demasiado. Sabe cosas que podrían destrozar a Adriano si llegara a conocerlas. Cuando él menciona que piensa entregar la carta a doña Leocadia, el suelo parece temblar bajo los pies de Martina. Intenta sonar tranquila, pero su voz tiembla. Y cuando Adriano menciona a “ese detective”, su reacción la delata. Su pánico apenas disimulado enciende todas las alarmas. La sospecha comienza a crecer en la mente de Adriano: algo no encaja, alguien está manipulando la información, alguien quiere mantenerlo en la oscuridad.
Y así, mientras la sospecha germina, Leocadia entra en acción, desplegando su maestría en el arte de la manipulación. Se acerca a Cristóbal, el mayordomo, con la máscara de cortesía que siempre lleva puesta. Sus preguntas parecen triviales, pero esconden intenciones precisas. Quiere saber qué ha pasado con la carta, qué manos la tocaron antes de llegar a su destinatario. Cristóbal, que ha visto demasiadas sombras en esa casa, percibe la trampa disfrazada de conversación inocente. “Eso es lo más extraño de todo”, responde, dejando entrever que algo oscuro ronda ese papel. La palabra “extraño” resuena en el aire como una campana de advertencia. En La Promesa, nada es casualidad; cada gesto, cada frase, es una pieza de un tablero de ajedrez mortal donde Leocadia mueve las piezas con precisión milimétrica.
Poco después, el escenario se traslada al salón principal, donde la elegancia y la falsedad coexisten en perfecta armonía. Bajo los destellos de las lámparas de cristal, Leocadia, Ángela, Jacobo y Beltrán interpretan una escena de aparente tranquilidad, mientras las verdaderas batallas se libran en silencio. La madre, siempre calculadora, juega su carta maestra: insinúa la conveniencia de Beltrán como candidato ideal. Sus palabras son seda y acero a la vez. Ángela, observada y analizada como una pieza de museo, responde con prudencia: reconoce las virtudes del joven con esa serenidad que oculta un temblor interno. Pero Leocadia remata la jugada con una sola palabra: “Atractivo”. Un término aparentemente inocente que cambia por completo el significado de la conversación. De pronto, todo el salón percibe lo que ella quiere que perciban: una atracción, una posible alternativa, una