Digna se golpea en la cara tras un fuerte forcejeo con don Pedro – Sueños de Libertad
Hola.
La cena ya está lista.
Spoiler — Prepárense: la velada estalla en una confesión y una pelea que lo cambia todo.
La escena comienza con la calma falsa de una casa que finge normalidad: la mesa puesta, el olor de la comida y un saludo cortés que apenas cubre la tensión. «Hola», dice ella con una voz que intenta ser neutra. «La cena ya está lista». Pero detrás de esa frase doméstica se abre una grieta profunda: las preguntas punzantes que siguen no son sobre el menú sino sobre lealtades rotas y secretos que ya no pueden ocultarse.
Él, con el rostro marcado por el desconcierto, intenta intervenir con cierta frialdad: «¿Ha sido a ver a Damián, verdad?». Ella responde sin rodeos: «A quien he ido a ver ha sido a Julia», y añade, como quien marca una frontera, que no está obligada a dar explicaciones sobre sus actos ni sobre a quién visita. Esa frase simple es una réplica cargada de orgullo: la autonomía frente al control, la libertad personal contra la sospecha.
A partir de ahí, la confrontación se desborda. La acusación —¿por qué le contaste lo de mi enfermedad?— actúa como chispa. Ella niega rotundamente haberlo revelado; sin embargo, aparecen rumores que la han alcanzado: alguien, aparentemente, fue hasta su despacho para sugerir que si no se encontraba en condiciones, debería abandonar el cargo de director. Él niega saber nada de esa conversación formal, pero la duda ya ha arraigado. La desconfianza se infiltra en cada frase.

Surge entonces la acusación más punzante: ¿por qué habría de creerte si te he sorprendido en los brazos de otro? La herida es profunda, porque no se trata sólo de una infidelidad —se trata de la traición a la confianza básica entre dos personas que compartieron una vida. Ella responde con la sencillez de quien busca refugio: fue a ver a su nieta; necesitaba estar con la suya, con su familia. «Yo soy tu familia», insiste él, con voz quebrada, intentando recordar la promesa y el lazo común que deberían unirlos. Pero ella lo desmiente de forma brutal: «No, ya no. Tú eres el peor error que he cometido en mi vida». Es una sentencia que desarma, la declaración de alguien que ha decidido cortar los lazos emocionales que antes justificaban todo.
El arrepentimiento sobre el pasado se mezcla con la indignación presente: ella confiesa que se arrepiente de haberse casado y de haberle permitido formar parte de su familia, que para ella lo era y lo sigue siendo todo. En esas palabras hay no sólo rencor, sino dolor por la traición sentida. La mención de Damián cambia el tono: él es simultáneamente la herida y el punto de comparación. Para él, Damián lo es todo para ella; para ella, Damián es una presencia que despierta sentimientos que ya no puede (o no quiere) ocultar. Él, desesperado, no puede aceptar esa verdad: ¿estás enamorada de él? pregunta como quien reza por la negación. Ella, con honestidad cruel, admite lo que él más teme: «Es verdad». La confesión traspasa la dignidad y abre una herida abierta. «¿Estás deseando que me muera para estar en sus brazos?», suelta él, incapaz de contener la mezcla de rabia y miedo. Ella responde con la misma frialdad: «Es verdad. ¿Estás deseando que me muera? No, estás haciendo daño». La vuelta de tuerca moral: él acusa, pero sus palabras son las que hieren en realidad.
En medio del torbellino emocional, él intenta aferrarse a lo que fue: «Yo te he querido como a nadie, te he tratado como a una reina, te amo con locura», suplica, recordando un pasado idealizado que contrasta con la frialdad de su compañera. Ella lo suelta de forma urgente: «Cedro, suéltame, por favor». La petición no es sólo física; es simbólica: pide que lo deje atrás, que no continúe atado a esa relación que la está devorando a ambos. La pregunta que él lanza, cargada de incomprensión: «¿Por qué le perdonas a él y no a mí? ¿Por qué él sí y yo no?» resume la lógica rota de quien no entiende que no todas las traiciones son iguales para quien las sufre. Ella lo interrumpe con una verdad punzante: «Porque él jamás me amenazaría como lo has hecho tú. Porque tú eres un cobarde». Esa acusación —la del miedo, la del control bajo la apariencia de protección— hace añicos la retórica de amor que él intenta esgrimir.
La escena se acelera; las voces se entrecortan. Él clama por una explicación, por un perdón que no llega; ella, más afectada de lo que permite admitir, repite el gesto humano de suplicar clemencia: «Perdóname», murmura alguien en un momento de debilidad que contrasta con la dureza anterior. Los nombres de Dios y la música triste se cuelan en la atmósfera como telón de fondo que resalta la teatralidad de la escena: emoción que intenta ser domesticada por rituales de arrepentimiento y plegaria, incluso cuando las heridas son demasiado recientes para cerrarse.
Mientras tanto, la vida práctica sigue su curso: la cena no espera, los platos necesitan ser servidos, la rutina solicita su espacio. Esa yuxtaposición entre lo cotidiano y lo dramático es lo que hace la escena más cruel: la normalidad impostada de una comida se enfrenta a la ruptura de una convivencia entera. Los personajes están obligados a permanecer en el mismo espacio físico, pero sus mundos interiores se separan de forma irreversible.

En el fondo, la conversación destapa procesos más profundos: el peso del orgullo, la incapacidad de algunas personas para reconocer el daño causado, y la tragedia de quien tiene que decidir entre permanecer por costumbre o marcharse por dignidad. Ella escoge dignidad; él clama por perdón. Esa elección activa consecuencias que no se limitan a la pareja: afectan a la familia, al entorno y, sobre todo, a la memoria compartida que ambos habían construido. La mención reiterada de la nieta y de la familia subraya que las decisiones privadas no se quedan en el ámbito íntimo; se expanden, impactan a inocentes y reconfiguran hogares enteros.
La tensión llega a un punto en que las palabras huelgan y el silencio se vuelve tan elocuente como los reproches. Queda claro que algo ha cambiado para siempre: la confianza se ha quebrado y la convivencia exige una nueva forma o la disolución definitiva. Él implora, ella se protege; él acusa, ella se distancia. Nadie en esa escena sale indemne.
Al final, la música baja, la escena se congela por un instante: la cena sigue esperando, las sillas siguen en torno a la mesa y las manos tiemblan. Lo que debía ser un momento familiar se ha convertido en un juicio íntimo donde las sentencias ya no admiten apelación. Y mientras los personajes tratan de recomponer algo —tal vez una conversación, tal vez un último intento de entendimiento— la verdad se impone con un silencio que grita: algo irremediable ha ocurrido. La familia ya no es la misma; el hogar ha cambiado de forma irreversible. Y en ese espacio, las palabras «perdóname» y «te he querido» se vuelven ecos que rebotan sin encontrar respuesta, dejando una estela de heridas que tardarán mucho en cicatrizar.