Carmen le aconseja a Damián que haga un gran sacrificio por su hijo – Sueños de Libertad

Adelante.

La atmósfera en la habitación estaba cargada de formalidad y tensión, como si cada palabra pudiera alterar el delicado equilibrio que sostenía las emociones de todos los presentes. María del Carmen entró con pasos medidos y una expresión seria pero respetuosa. “Adelante, se puede, María del Carmen, pasa, por favor”, dijo, invitándola a entrar sin prisa pero con autoridad. Cerró la puerta con un clic que resonó en la habitación, un gesto que marcaba la privacidad y la importancia de la conversación que estaba a punto de tener lugar.

El ambiente estaba cargado de expectativas. La presencia de María del Carmen no era casual; traía consigo un mensaje importante y un propósito que necesitaba ser abordado con cuidado. “Tendrá por aquí”, dijo, mientras ajustaba su postura, consciente de que la delicadeza del momento requería tacto. La situación era complicada, pero había que afrontarla de frente.

A esas horas, la expectativa era que todos estuvieran ocupados en la capilla, preparando los detalles del funeral de doña Ángela junto a sus seres queridos. “A estas horas te hacía en la capilla con tu marido haciendo los preparativos”, comentó, con un tono que mezclaba la observación con una ligera crítica afectuosa. Sin embargo, María del Carmen tenía otra prioridad. “Sí, pero antes quería hablarle de una cosa. Es un tema un poquito delicado”, respondió, dejando claro que lo que iba a tratar no era trivial ni podía tomarse a la ligera.

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Don Damián comprendió de inmediato la importancia del asunto. “Me lo puedo imaginar”, dijo, con un gesto que combinaba comprensión y seriedad. La conversación avanzaba con cuidado, como quien pisa un terreno frágil y peligroso. María del Carmen explicó que había oído rumores y había recibido indicios de que, a pesar de los deseos expresos de Tasio, él pretendía asistir al funeral de su madre. La noticia no sorprendió, pero sí encendió la alarma sobre las posibles repercusiones.

“Y si te envía Tasio para que intentes convencerme de cambio de opinión, ya te lo puedes ahorrar porque voy a ir”, añadió con firmeza. La decisión estaba tomada, y aunque había espacio para la persuasión, su postura era clara. La discreción se volvió esencial, porque cualquier filtración podía empeorar una situación ya de por sí delicada. “No, no, no. No sabe que venía. Si fuese así, de hecho, hubiéramos discutido tal y como pasó con doña Ángela cuando vino a verle, así que les ruego que sea discreto con la visita”, indicó, subrayando la importancia de mantener la confidencialidad.

María del Carmen, consciente de la tensión entre padre e hijo, añadió una reflexión estratégica: “Cuenta con ello. Pero ya te digo que Tasio está en sus cabales a pedirme ese disparate. Yo lo entiendo porque estará trastornado por la muerte de su madre, pero tú no estás de acuerdo con él, ¿no?” Don Damián asintió, reconociendo que, aunque comprendía el dolor de su hijo, la manera en que quería actuar podía complicar aún más la relación entre ambos.

En cierto modo, admitió que estaba dividido. “En cierto modo sí, don Damián. Y no porque piense que tenga razón, sino porque creo que usted como padre debería ayudarlo a pasar estos momentos.” La tensión y la preocupación se entrelazaban, porque la necesidad de apoyar a Tasio chocaba con las heridas que la relación había acumulado a lo largo del tiempo.

María del Carmen recordó la dificultad de la reconciliación. “María del Carmen, ¿cómo quieres que le ayude tal como están las cosas entre nosotros? ¿No quiere saber nada de mí?” La pregunta no era retórica, sino un reflejo de la complejidad emocional que impregnaba la relación. Don Damián, a pesar de su experiencia y posición, se encontraba en un punto donde cada decisión podía afectar irreversiblemente la dinámica familiar.

Ella, con conocimiento profundo de Tasio, intervino para ofrecer una perspectiva más completa: “Mire, don Damián, yo conozco a Tasio mucho mejor que él mismo y sé que ahora mismo siente mucho dolor porque cuando se despidió de su madre estaban enfadados y no pudieron llegar a reconciliarse.” La observación no solo explicaba el comportamiento de Tasio, sino que también justificaba la necesidad de que Damián actuara con prudencia y empatía.

El peso de la culpa y la percepción de responsabilidad eran evidentes. “Sí, lo sé. Si llegó a reprocharme a mí que fuera yo el culpable de su muerte. ¿Puedo ser yo el culpable?” La pregunta reflejaba un tormento interno que buscaba alivio y entendimiento. “No, no, por supuesto que usted no tiene la culpa. Tasio tampoco, por mucho que él diga que fue él quien la echó de la colonia, que fue él quien le sacó ese billete de autobús. Fueron unas desgraciadas casualidades”, aseguró María del Carmen, intentando aliviar la carga emocional que ambos sentían.

Aun así, las emociones seguían siendo intensas. “Por supuesto, pero él no lo ve así. Él ahora mismo siente mucho dolor y mucho remordimiento y no sabe cómo gestionarlo. Don Damián, por eso le culpa a usted. Pero si es que no es culpa de nadie, fue todo un maldito accidente.” Cada frase resaltaba la tensión entre la percepción y la realidad, entre la culpa y el accidente, y entre la necesidad de reconciliación y la resistencia emocional.

María del Carmen continuó con su razonamiento: “Que sí. Entonces, su hijo necesita tiempo, y si usted se presenta en ese funeral, ya sabe cómo está: se saltará y no habrá forma de recomponer su relación. Por eso tiene usted que hacer este sacrificio.” La palabra “sacrificio” resonó en la habitación, subrayando que la decisión requería poner el orgullo a un lado y priorizar el bienestar y la reconciliación familiar.

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Don Damián se mostró reacio, sintiendo que lo que le pedían era demasiado. “No, maldad, Carmen, lo que me pedís es demasiado”, dijo, con una mezcla de frustración y dolor. María del Carmen, firme en su posición, respondió con serenidad pero con contundencia: “Lo sé, pero es lo que hace falta si usted quiere que el día de mañana exista la posibilidad de que se reconcilien ustedes.”

Finalmente, enfatizó la importancia de la prudencia y la humildad: “Así que por una vez tiene que dejar a un lado su orgullo, don Damián, porque créame, si usted se presenta en el funeral de doña Ángela, nunca volverán a ser padre e hijo, se lo aseguro.” Cada palabra estaba medida, cada frase pensada para abrir una puerta a la reconciliación, aunque fuera a costa del propio orgullo de Damián.

El mensaje quedó claro y resonó con fuerza en la mente de todos: la reconciliación requería sacrificio, paciencia y prudencia. La tragedia de la muerte de doña Ángela había creado heridas profundas, pero también ofrecía una oportunidad única para enmendar los errores del pasado y reconstruir la relación entre padre e hijo, siempre y cuando cada uno estuviera dispuesto a dejar a un lado su orgullo y sus resentimientos.