Avance Sueños de Libertad, Capítulo 394: Damián versus Tasio: El Duelo Prohibido
Damián frente a Tasio: el duelo prohibido
El amanecer del 16 de septiembre sobre la colonia De la Reina no traía consigo la tranquilidad de un nuevo día, sino una bruma cargada de secretos, culpas y la pesada sombra de un funeral marcado por la prohibición. La atmósfera parecía impregnada de tensión, y cada calle, cada ventana, respiraba un aire envenenado por años de resentimiento y silencios que pesaban más que la propia muerte. Damián, consumido por el peso de errores pasados que nunca pudo enmendar, se encontraba al borde del abismo emocional, enfrentando no solo la pérdida de Ángela, sino la mirada implacable de Tasio, su hijo, que con fría determinación le negaba incluso la posibilidad de un último adiós.
En la casa de los Merino, el nombre de don Pedro resonaba como un eco de chantaje y miedo, removiendo viejas heridas y fragmentando aún más a la familia. La tensión se extendía desde los corredores de la fábrica hasta los pasillos de la parroquia, como hilos invisibles de manipulación que amenazaban con decidir destinos y sellar voluntades para siempre. Entre la culpa, la venganza silenciosa y los rencores enquistados, cada personaje parecía atrapado en un laberinto donde cada decisión tenía el poder de cambiarlo todo.

Damián se encontraba en su despacho, una estancia que antaño había sido su refugio, pero que ahora se sentía como una celda que encerraba su tormento. Sus ojos, enrojecidos por la culpa y la falta de sueño, revivían una y otra vez el último encuentro con Tasio. No había habido discusión alguna; lo que ocurrió la noche anterior se asemejaba a una ejecución de su alma. Las palabras de su hijo, afiladas como cuchillas, habían cortado de raíz cualquier esperanza de reconciliación. Tasio lo había mirado con la misma intensidad de Ángela, pero sin la calidez de su mirada, solo con la sombra del desprecio que Damián había sembrado décadas atrás.
—No digas que lo sientes —había siseado Tasio, su voz como un látigo—. Tu arrepentimiento llega con treinta años de retraso y con un cadáver de por medio. Mi madre vivió y murió sola, esperando algo que nunca tuviste.
Damián trató de explicarse, de transmitir el amor que sentía, pero cada palabra era un clavo más en el ataúd de su propia conciencia. Había amado en silencio, de manera egoísta y cómoda, preservando su apellido y su estatus, dejando a Ángela sola con su dolor y a su hijo con un rencor que ahora lo enfrentaba con la imposibilidad de un perdón. La noche anterior había dejado claro que Tasio no estaba dispuesto a abrir su corazón; la herida estaba demasiado fresca y profunda.
El eco de esa conversación resonaba en su despacho, mezclándose con el incesante tictac del reloj de péndulo. Damián se llevó las manos a la cabeza, intentando exprimir recuerdos y culpabilidades que parecían inagotables. No solo era Tasio; el rostro de Jesús, su hijo fallecido, emergía entre las sombras, recordándole que su historia paterna había estado marcada por fracasos y ausencias irreparables. Cada decisión tomada en el pasado ahora se cobraba su precio en el presente, y el temor de repetir la tragedia con Tasio lo consumía.
Andrés entró entonces, llevando dos tazas de café humeante, un gesto silencioso de apoyo en medio de la tormenta emocional de su padre. No hizo preguntas; simplemente se sentó y le ofreció una de las tazas. La calidez de su presencia parecía aliviar, aunque fuera mínimamente, el peso insoportable que Damián cargaba sobre sus hombros. Entre sorbo y sorbo de café, compartió con su hijo menor la magnitud de su culpa y el dolor de un padre que había fallado, primero con Jesús y ahora con Tasio. Andrés, con voz serena, le recordó que el tiempo podía suavizar el dolor y que quizá, algún día, su hijo pudiera ver más allá del rencor. Pero para Damián, el tiempo había jugado en su contra demasiadas veces.
Mientras tanto, en la casa de los Merino, la noticia sobre don Pedro había generado caos en lugar de compasión. Digna, presa del miedo y la ansiedad, se movía por la cocina como un autómata, preparando un desayuno que nadie se atrevía a tocar. Luis y Joaquín discutían, atrapados entre la ira y la desesperación, intentando proteger a su madre y al mismo tiempo contener un secreto que amenazaba con destruirlos a todos. La revelación de que don Pedro chantajeaba a Digna cayó como un rayo, y Gema, al comprender finalmente la magnitud de la manipulación, se vio obligada a confrontar la verdad. El miedo, la frustración y la protección se entrelazaban en un juego de lealtades familiares al borde del colapso.
En paralelo, María continuaba interpretando su papel de víctima, negándose a seguir con su rehabilitación, mientras Luz observaba con creciente sospecha la capacidad de recuperación que María ocultaba tras su drama calculado. Andrés, preocupado, comprendía que el verdadero obstáculo no era físico sino mental: la resistencia a aceptar ayuda y a enfrentar su propio dolor. Cada gesto, cada lágrima, revelaba un entramado de manipulaciones y defensas personales que mantenían a todos atrapados en un ciclo de sufrimiento y secretos.
La tensión alcanzaba su punto máximo en la parroquia, donde Tasio, implacable, había dado órdenes claras sobre el funeral de Ángela. Su decisión de excluir a Damián del último adiós era inamovible, un acto de rencor profundo que desafiaba incluso la autoridad del sacerdote. Tasio se mantenía firme, decidido a preservar el dolor de su madre y a canalizar su rabia, demostrando que la venganza y la protección de la memoria podían coexistir con la ausencia de perdón. Mientras los hermanos Merino observaban a distancia, comprendían que incluso desde la muerte, el control de don Pedro influía en cada movimiento, dejando a la familia al borde de una fractura definitiva.

Al caer la noche, Damián decidió finalmente enfrentarse a su propia verdad: su amor por Ángela y su necesidad de redimirse lo llevaban al límite. Pero la aparición de Carmen introdujo un dilema aún más doloroso: el sacrificio del propio padre frente al derecho de un hijo al duelo. Sus palabras resonaron con fuerza en el corazón de Damián: para reparar la relación con Tasio, debía renunciar a su propio dolor, respetando la voluntad y el sufrimiento del joven. Comprendió que a veces amar no consiste en estar presente, sino en tener el valor de desaparecer, de permitir que el hijo enfrente su duelo sin la sombra de un padre que había fallado tantas veces.
Así, entre lágrimas y susurros de resignación, Damián aceptó que su último acto de amor sería, paradójicamente, una ausencia que buscaba redención. La colonia De la Reina, envuelta en secretos, traiciones y decisiones imposibles, aguardaba un funeral que marcaría el destino de todos, donde el duelo y la reconciliación pendían de un hilo, y donde el sacrificio de un hombre podía ser la llave para reconstruir, o destruir, los lazos familiares.