La promesa: Angela y Curro contra la dote de Leocadia
hija y el nacimiento de un amor prohibido
La mañana en La Promesa amanecía con un brillo engañoso. Ángela, con el corazón acelerado por la ilusión del viaje, creía que al fin había ganado su pequeña batalla por la libertad. Pero bastaron unas palabras de Beltrán, pronunciadas con la voz de quien confiesa un crimen, para que todo su mundo se hiciera pedazos. Leocadia, su madre, había intentado comprarle un esposo. Había ofrecido una dote secreta para sellar un matrimonio de conveniencia. La humillación fue un golpe seco que la hizo despertar de todos sus sueños románticos. Con la dignidad herida, Ángela rompió su compromiso y enfrentó a la mujer que la había criado como si fuera una pieza más de su colección familiar. Luego, sin mirar atrás, se subió al carruaje de Curro y emprendió una fuga hacia la costa. No sabía que esa huida sería también el comienzo de algo que ni siquiera el dinero de su madre podría controlar: el amor.
En el vestíbulo, las palabras de Beltrán resonaron como un eco helado. El joven, con el equipaje preparado, trataba de justificar lo injustificable. “Tu madre lo hizo por tu futuro”, murmuró, pero Ángela ya no lo escuchaba. Su mundo se había congelado en una sola idea: había sido vendida. Cuando él trató de acercarse, ella retrocedió, como si su proximidad fuera veneno. “¿Qué debía entender?”, le escupió. “¿Que mi madre me puso precio y tú aceptaste?” La frialdad de su voz hizo que Beltrán bajara la mirada. No había excusas que pudieran reparar lo roto. La confesión, que tal vez él creyó acto de nobleza, llegó demasiado tarde. Con el alma hecha pedazos, Ángela recogió su bolso y se marchó sin mirar atrás.
En el porche la esperaba Leocadia, con su porte altivo y un chal oscuro que la hacía parecer una viuda antes de tiempo. No hubo abrazo ni bendición, solo una advertencia disfrazada de consejo: “Espero que esta locura valga la pena”. Ángela, ya libre de miedo, respondió con la furia que llevaba años callando: “¿Una locura o un rescate?”. Las máscaras cayeron. Leocadia, al darse cuenta de que su secreto había salido a la luz, dejó ver por un instante la dureza de su verdadero rostro. “El matrimonio es poder, hija. No entiendes nada”, sentenció. Pero Ángela, que por primera vez veía la cárcel dorada en la que su madre la había criado, decidió romperla.
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Antes de partir, Leocadia se dirigió a Curro con una amenaza apenas velada. Si su hija sufría, si algo mancillaba su nombre, la venganza sería brutal. Curro, con el rostro tenso pero digno, prometió que Ángela estaría a salvo. Y así, con la sombra de la madre flotando tras ellos, el carruaje emprendió el viaje. A medida que se alejaban, Ángela sintió que la silueta de Leocadia se hacía pequeña, pero su sombra seguía persiguiéndolos, extendiéndose por el camino.
Durante las primeras horas del trayecto, el silencio fue su refugio. Solo el traqueteo de las ruedas llenaba el aire. Finalmente, Curro habló: “¿Estás bien?”. La pregunta, tan simple, desató en Ángela una oleada de emoción contenida. “He quemado todos los puentes”, susurró. “A veces, hay que hacerlo —respondió él—, sobre todo si te llevan de vuelta al infierno.” Ella confesó entonces lo de la dote, el soborno, la traición. Curro no se sorprendió. “Tu madre juega para ganar. Pero no sabe que tú también.” Fue en ese instante cuando Ángela sintió que no estaba sola.
El destino era Málaga, donde vivía una tía abuela repudiada por la familia. Leocadia jamás buscaría a su hija en la casa de una mujer que consideraba una deshonra. Aquel plan, improvisado y valiente, sonaba a salvación. “Entonces es un buen comienzo”, murmuró Curro. Entre ambos comenzó a tejerse un hilo invisible, una alianza nacida del miedo y la rebeldía. Y en el fondo de ese lazo, algo más crecía, algo tan inesperado como peligroso.
Mientras tanto, en los muros de La Promesa, otros dramas se cocinaban. En las cocinas, Lope descubría que sus recetas habían sido robadas y publicadas bajo el nombre de “Madame Cocotte”. Traicionado, decidió preparar una trampa magistral: inventar una receta falsa, con un ingrediente secreto, y difundirla para atrapar al ladrón. Su orgullo de cocinero herido se transformó en ingenio y deseo de justicia.
En otra parte del palacio, Manuel recibía una carta que podría cambiar su vida. Desde Londres, una compañía de motores lo invitaba a demostrar su prototipo en persona. No era un sí, pero tampoco un no. Era una oportunidad. Entre la duda y la emoción, corrió a contárselo a Jana, quien lo animó a seguir su sueño. “La Promesa seguirá aquí cuando vuelvas”, le dijo con ternura. Y por primera vez, Manuel sintió que el futuro podía construirse más allá de las paredes familiares.
Pero no todas las historias eran de esperanza. María Fernández, destrozada por el trauma del secuestro, se enfrentaba a una decisión desgarradora: interrumpir su embarazo o vivir con el peso de un hijo no deseado. En una consulta oculta, al borde del colapso, sintió que la muerte la rondaba. Solo las palabras de Pía, llenas de compasión, la hicieron elegir la vida. Aquel paso no borraba su dolor, pero le devolvía una chispa de fuerza.