¡LA PROMESA, DON LORENZO DESTRUIDA! ¡UNA HIJA SECRETA APARECE!
ORROR EN EL PALACIO 🔥
Atención, prometidos, porque lo que está por suceder en La Promesa cambiará para siempre la historia del palacio. Un suceso inquietante, casi sobrenatural, marcará el inicio de una nueva etapa donde los fantasmas del pasado regresan con fuerza y la sombra de la marquesa Cruz volverá a dominar cada rincón de la mansión, incluso desde detrás de las rejas.
Todo comienza con la llegada de un misterioso paquete al palacio. Nadie sabe quién lo envía, ni por qué. El mayordomo, con el rostro pálido y las manos temblorosas, reúne a los sirvientes en el vestíbulo principal para abrirlo. Lo que descubre deja a todos sin aliento: un retrato majestuoso y perturbador de la marquesa Cruz, recién enviado desde la prisión. No hay carta, ni explicación, solo ese rostro altivo que parece desafiar a todos los que alguna vez intentaron olvidarla.
El cuadro es colgado en el lugar más visible del salón principal, justo donde antaño estuvo el viejo retrato de familia que la propia Cruz había mandado retirar años atrás. Pero esta vez no se trata de un simple cambio decorativo, sino de un acto simbólico de poder, un regreso silencioso y escalofriante. Desde ese momento, cada persona que cruza el salón siente la mirada de la marquesa sobre sí. Algunos sirvientes aseguran que sus ojos se mueven, otros juran haber escuchado un susurro al pasar. La tensión crece, el aire se vuelve denso, casi irrespirable.
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Sin embargo, nadie queda tan afectado como Manuel. Para él, ese retrato no es arte, sino una herida abierta. Cada vez que lo mira recuerda el ataque a Jana, las noches de angustia, la impotencia ante la injusticia y las preguntas que jamás tuvieron respuesta. Ver el rostro de su madre colgado ahí, desafiante, es como si la tragedia volviera a repetirse. Y lo peor es sentir que, incluso desde la cárcel, Cruz sigue teniendo poder sobre su vida.
Una noche, cegado por la rabia y el dolor, Manuel no soporta más. Entra al salón a oscuras, solo, y se queda frente al retrato. Su respiración se agita, las lágrimas se mezclan con la furia, hasta que de pronto estalla. Levanta una silla y destroza la pintura en mil pedazos. Cada golpe es una liberación y, al mismo tiempo, una confesión silenciosa. Pero en ese acto desesperado ocurre algo impensado: detrás de la tela rasgada encuentra una carta sellada con cera roja y firmada por su madre.
Al romper el sello y leer las primeras líneas, Manuel siente que el mundo se desmorona. La carta comienza con una frase que lo deja helado:
“Si estás leyendo esto, hijo mío, es porque algo terrible está a punto de suceder. Solo la verdad podrá salvarte.”
En esas páginas, Cruz hace una revelación devastadora. Confiesa haber sido víctima durante años de los chantajes de Leocadia, quien la amenazaba con revelar un secreto oscuro de su pasado. Desesperada, Cruz llegó incluso a pedirle a Rómulo que eliminara a Leocadia, pero él se negó y, en su lugar, trató de protegerla. Años después, Leocadia regresó fingiendo amistad, pero en realidad solo buscaba dinero, poder y control.
El relato se vuelve aún más espeluznante cuando Cruz revela que Leocadia, junto con Lorenzo, fueron los verdaderos responsables del sabotaje que acabó con la salud de Jana. Las sustancias escondidas en los adornos, las trampas cuidadosamente planeadas, las falsas acusaciones… todo fue parte de un plan meticuloso para destruir a la marquesa y a su hijo.
“Perdóname, Manuel. Nunca quise que sufrieras así, pero ya no puedo callar más. Lleva esta carta al capitán Burdina. Él sabrá qué hacer.”
El contenido de la carta cambia por completo la visión de Manuel sobre su madre. Lo que creía una mujer cruel y despiadada empieza a mostrarse como una víctima manipulada por otros aún más peligrosos. Pero lo que lo desestabiliza por completo es un detalle oculto entre las líneas: la insinuación de que Jana podría estar viva y que todo lo sucedido fue parte de un complot para mantenerlo alejado de la verdad.
Mientras tanto, en el palacio, los rumores se multiplican. Las doncellas se persignan al pasar frente al retrato destruido, los criados murmuran sobre extraños movimientos de sombras, y hasta los más escépticos confiesan haber sentido “algo” en esa habitación. Pia, con el rostro tenso, observa el cuadro rasgado y susurra:
“No es un capricho, es un mensaje. Cruz quiere que sepamos que sigue aquí.”
López, a su lado, siente un escalofrío. Lorenzo, por su parte, se acerca al retrato como si intentara descifrar un código oculto en la mirada pintada de la marquesa. “No lo habría mandado sin motivo”, murmura, mientras Leocadia lo observa con inquietud. “Este cuadro es una provocación”, le responde ella con dureza, “un recordatorio de que aún puede controlarnos”.
El diálogo entre ambos revela lo que muchos sospechaban: Leocadia teme el regreso de Cruz, incluso encarcelada. “Está recuperando el control del palacio sin estar aquí”, confiesa con pánico. Lorenzo, cada vez más nervioso, propone quemar el retrato, destruir cualquier rastro de su influencia. Pero Leocadia, calculadora, se niega. “Eso sería peligroso. Lo mejor sería que tú mismo fueras a verla. Averigua qué planea.”
Lorenzo se niega tajantemente: “Jamás volveré a verla.” Pero su tono delata miedo, no desprecio.
Esa noche, los corredores del palacio se llenan de silencio. Manuel, incapaz de dormir, vaga por los pasillos. El eco de sus pasos parece responderle con susurros. Llega al salón y se detiene frente al retrato mutilado. “¿Aún te atreves a reírte de mí, madre?”, murmura con voz rota. Pia lo encuentra allí, pálido, con los ojos fijos en la pared vacía. “¿Está bien, señor Manuel?”, le pregunta preocupada. Él, sin mirarla, responde con amargura: “No lo entiende, Pia. Ella nos vigila incluso desde la prisión. No se ha rendido.”