Digna rompe su silencio: “Pedro dejó morir a Jesús y me hizo callar por miedo”

El ambiente en la pequeña sala de interrogatorios era tenso. Digna, una mujer de mirada intensa y voz temblorosa, se sentaba frente a la mesa, con las manos entrelazadas. Había llegado el momento de hablar, de romper el silencio que la había mantenido prisionera durante tanto tiempo. La luz del fluorescente iluminaba su rostro, revelando las marcas de la angustia y el sufrimiento que había soportado.

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El peso del silencio

Durante años, Digna había guardado un secreto que la atormentaba. La muerte de Jesús, su hermano, había dejado una cicatriz profunda en su corazón. “Pedro dejó morir a Jesús y me hizo callar por miedo”, pensó, sintiendo que las palabras se acumulaban en su garganta. Había sido testigo de un crimen, de una traición que la había dejado sin aliento, y ahora, finalmente, estaba lista para contar su verdad.

El detective que la interrogaba, un hombre de mirada firme y compasiva, la observaba con atención. “Digna, puedes confiar en nosotros. Estamos aquí para ayudarte”, dijo, intentando romper la barrera que la mantenía cerrada. Pero el miedo seguía presente, como un fantasma que la acechaba.

La noche fatídica

Digna recordó aquella noche fatídica. La lluvia caía con fuerza, y el viento aullaba como un lobo hambriento. Jesús había llegado a casa tarde, visiblemente alterado. “Digna, tengo que contarte algo”, le había dicho, su voz temblando. “Pedro está involucrado en algo muy peligroso”.

“¿Qué quieres decir?”, preguntó Digna, sintiendo que una sombra de preocupación se cernía sobre ella. Jesús le había explicado que Pedro, un viejo amigo de la familia, estaba metido en asuntos turbios, y que su vida estaba en peligro. “No puedo quedarme de brazos cruzados. Tengo que hacer algo”, había afirmado Jesús, decidido a enfrentar a Pedro.

La traición

Esa decisión había sellado su destino. Digna había intentado disuadirlo, pero era demasiado tarde. “Si haces esto, podrías perderlo todo”, le había advertido, pero Jesús estaba decidido. “No puedo permitir que Pedro siga haciendo daño a inocentes”, había respondido con firmeza.

Esa noche, Digna había escuchado ruidos extraños fuera de la casa. El corazón le latía con fuerza mientras miraba por la ventana. De repente, un grito desgarrador rompió la oscuridad. “¡Digna!”, había llamado Jesús, y su voz sonaba llena de terror.

Cuando salió corriendo, lo encontró tendido en el suelo, herido de muerte. “Pedro… él… me traicionó”, murmuró Jesús, sus ojos llenos de dolor. Digna se arrodilló a su lado, sintiendo que el mundo se desmoronaba a su alrededor. “No, no, no. ¡No puedes dejarme!”, gritó, pero ya era demasiado tarde.

El silencio impuesto

Después de la muerte de Jesús, Digna se encontró atrapada en un ciclo de miedo y silencio. Pedro había amenazado con hacerle daño si hablaba. “Si dices algo, te arrepentirás”, le había susurrado, su mirada fría como el acero. Digna sabía que no podía arriesgarse; su vida y la de su familia estaban en juego.

“Tenía que proteger a mis seres queridos”, pensó, sintiendo que la culpa la consumía. Cada día que pasaba sin hablar se sentía más atrapada, como si una prisión invisible la mantuviera cautiva. “¿Cuánto tiempo más podría soportar esto?”, se preguntaba, sintiendo que la angustia la ahogaba.

La decisión de hablar

Finalmente, después de años de sufrimiento, Digna decidió que era hora de romper el silencio. La verdad necesitaba salir a la luz, y Pedro no podía seguir impune. “No puedo vivir con este peso”, se dijo a sí misma, sintiendo que la determinación comenzaba a florecer en su interior.

Cuando el detective le preguntó si estaba lista para contar su historia, Digna sintió que el momento había llegado. “Sí, estoy lista”, respondió, su voz firme. “Pedro dejó morir a Jesús y me hizo callar por miedo”.

La revelación

Mientras narraba los eventos de aquella noche, Digna sintió que las lágrimas comenzaban a brotar. “Después de que Jesús cayó, Pedro se acercó y me miró con desprecio. ‘Si hablas, te haré desaparecer’, me dijo”, recordó, su voz temblando. “Y yo, paralizada por el miedo, no dije nada”.

El detective la escuchaba atentamente, sintiendo que cada palabra era un grito de desesperación. “No solo perdí a mi hermano, sino que también perdí mi voz. Pedro me robó mi derecho a hablar”, continuó Digna, sintiendo que la ira comenzaba a surgir en su interior.

La lucha interna

A medida que relataba su historia, Digna se dio cuenta de que había estado viviendo en una prisión emocional. “No solo tenía miedo de Pedro, sino también de mí misma. De lo que podría hacer si hablaba”, pensó, sintiendo que la liberación comenzaba a fluir a través de sus venas.

“Pero ya no puedo seguir así. No puedo permitir que su miedo m