Luis intenta salvar a Digna de don Pedro, pero él le deja las cosas claras – Sueños de Libertad
Pon ese cojín aquí atrás para soportar este dolor
En el próximo episodio, el drama familiar alcanza uno de sus puntos más tensos y desgarradores. Todo comienza en una atmósfera cargada de sufrimiento y resentimiento. El hombre enfermo, postrado en cama y consumido por el dolor físico y emocional, exige un cojín para soportar su agonía. Entre lamentos invoca a Marisa, preguntándose por qué, si tanto la necesitaba, había tenido que contratar a una enfermera en lugar de contar con la dedicación de ella. Su tono es áspero, casi suplicante, aunque envuelto en la amargura de alguien que sabe que se encuentra en sus últimos días. Marisa, cansada de tantos reproches, mantiene la frialdad que ha caracterizado su relación con él durante mucho tiempo. La distancia emocional entre ambos es evidente, un muro que se ha levantado con los años y que ahora, en el ocaso de su vida, se hace imposible de derribar.
El momento se vuelve más tenso cuando se escucha el timbre y Marisa se levanta para abrir la puerta. La sorpresa es mayúscula: aparece Luis, su hijo. La reacción es inmediata, cargada de emociones contradictorias. La madre lo recibe con cariño y alivio, agradeciéndole que al fin haya ido a visitarla, pues le extrañaba demasiado no verlo en el hospital. Pero la respuesta de Luis es fría y contundente: él no está allí por el moribundo, sino únicamente por su madre. De inmediato queda claro que no hay espacio para la compasión hacia aquel hombre. Luis lo acusa de ser un chantajista que mantiene a su madre encerrada contra su voluntad, y su determinación es inquebrantable: ha ido a sacarla de esa casa, y no piensa marcharse sin ella.

El enfermo, con una mezcla de ira y soberbia, intenta imponerse. Le deja claro a Luis que su madre no se moverá de allí, que permanecerá a su lado hasta el último de sus días. Según él, ella pertenece a esa casa, porque es su esposa, la mujer que ha compartido con él secretos demasiado oscuros para salir a la luz. Luis insiste en que se vayan de inmediato, invitando a su madre a recoger sus cosas. El momento se transforma en un pulso de voluntades: por un lado, un hijo decidido a liberar a su madre; por el otro, un hombre enfermo que se aferra desesperadamente a la única compañía que le queda.
La tensión sube de nivel cuando el moribundo revela, con voz entrecortada pero cargada de veneno, que la madre de Luis no es tan inocente como él cree. Recuerda que ella le ayudó a encubrir un crimen terrible: un homicidio nada menos. Y que lo hizo por amor, por lealtad hacia él, ocultando lo que realmente sucedió en aquel despacho con Jesús. Sus palabras caen como un mazazo en el corazón de Luis, que no puede creer lo que escucha. Intenta restarle importancia, asegurando que es sólo su palabra contra la de ellos, pero el enfermo se adelanta, mostrando la carta bajo la manga: tiene en su poder una confesión firmada por Jesús, donde se reconocen no solo los delitos del moribundo, sino también los de la madre y el hermano de Luis.
Con este documento, el chantaje se vuelve indestructible. El hombre enfermo sabe que, con esa prueba, Pontón —una figura de autoridad que podría intervenir en el asunto— se pondrá de su lado y no del de Luis. Es una amenaza clara: si intentan llevarse a Marisa o rebelarse contra él, todo saldrá a la luz y la familia quedará destruida. El peso de las palabras se hace insoportable, y la madre, rota en sentimientos, vacila entre el deseo de marcharse con su hijo y la obligación de permanecer al lado de su esposo para evitar que el secreto los condene a todos.
El enfermo, en un último arranque de pasión obsesiva, declara que ama a su esposa con locura, que no puede soportar estar lejos de ella ni un solo instante en lo poco que le queda de vida. Su amor, aunque expresado con dramatismo, se percibe más como una cadena que como un sentimiento puro: la necesidad de poseerla hasta el último aliento, aun cuando ella ya no comparte ese afecto.
Luis, desesperado, suplica a su madre que lo acompañe, que abandone esa casa donde solo hay dolor y manipulación. Marisa, con lágrimas en los ojos, le pide que no insista. Le ruega que no se preocupe por ella, que estará bien, aunque su voz denota más resignación que convicción. En ese instante, Luis comprende que no puede luchar más. Dolido, acepta la decisión de su madre y promete estar cerca, recordándole que, si ocurre algo, saben perfectamente dónde encontrarlo. Con el corazón desgarrado, se despide.

El enfermo, satisfecho en su cruel victoria, lo expulsa de la casa con un tono imperativo: “vete, vete, vete”. Luis obedece, aunque cada paso que da hacia la salida lo consume por dentro. Ha perdido la batalla por su madre, pero no la guerra. En sus ojos arde la determinación de no permitir que ese hombre, aunque moribundo, destruya por completo a su familia.
La escena se cierra con un silencio inquietante, solo roto por la música que acompaña la tensión del momento. La madre queda atrapada entre dos mundos: el del hijo que representa la libertad y el del esposo que simboliza la prisión del pasado. Y en medio de todo, un secreto oscuro que amenaza con estallar en cualquier momento, capaz de cambiar para siempre el destino de todos.
El próximo capítulo promete ser aún más intenso, pues la pregunta sigue abierta: ¿se atreverá Marisa a revelar lo que sabe para liberarse de las cadenas del chantaje, o seguirá atada a un hombre que usa el amor como arma y la culpa como grillete? La batalla apenas comienza, y las consecuencias pueden ser devastadoras para toda la familia.