Don Pedro le suplica a Digna que le perdone – Sueños de Libertad

Dina, perdóname.

SPOILER:

No voy a intentar endulzarlo ni a esconder lo que ocurrió: anoche fue un desastre que ha dejado cicatrices que tardarán en cerrarse. Desde el primer momento en que la discusión se descontroló yo supe que había traspasado un límite que jamás debí cruzar. Te pido, Dina, perdóname con la sinceridad más profunda que me queda; sé que mis palabras ahora suenan débiles frente al daño causado, pero no encuentro otra manera de empezar que pidiéndote perdón.

Intento explicarme, no para justificarme —porque no hay excusa aceptable— sino para que entiendas la confusión que me embargó. Estaba exhausto, con la cabeza hecha un nudo por la fábrica que amenaza con cerrar, por los problemas de salud que me agobian y por una sensación constante de impotencia que me consumía. En medio de ese caos, los celos se colaron sin avisar y yo perdí el control. Sé que decir “perdí la cabeza” suena a consuelo barato, pero así fue: la rabia me dominó, mis manos actuaron sin que mi razón pudiera frenarlas. Nunca pensé que llegaría a hacerte daño; por eso, ahora, te suplico que escuches esto antes de decidir.

Tú me miras como si te hubiera quitado algo esencial, y no te culpo. Me cuesta verte y no sentir la culpa clavada en el pecho. Me repetías que no querías que te tocara, que no querías hablarme ni cruzar una sola palabra conmigo, y aun así me aferré a la idea de reparar lo irreparable con promesas. Te dije que jamás te pondría la mano encima y, sin embargo, lo hice. ¿Cómo se puede recuperar la confianza cuando la traición viene de donde menos se esperaba? Lo entiendo, y no pretendo minimizar tu dolor con excusas. Solo quiero que sepas que mi arrepentimiento es real.

Avance del próximo capítulo de Sueños de libertad: Don Pedro le pide perdón  a Digna y le suplica que no le abandone

Mi mente, sin embargo, está dividida entre el remordimiento y un miedo atroz: la posible caída de todo lo que hemos construido. La fábrica, nuestra fuente de vida y orgullo, pende de un hilo. Si la cerramos, ¿qué será de nosotros? Esa presión me ha vuelto vulnerable a pensamientos oscuros, a creer que sin aquello no valgo, que sin tu compañía no tengo razón para seguir. Lo digo con torpeza, porque hablar de quitarse la vida es la señal de alguien perdido, no de alguien que manipula. Te rogué que me dijeras qué hacer para enmendarlo; te ofrecí renunciar a mi puesto, cambiarlo todo, incluso marcharme de la casa si eso podía aliviar tu miedo. No es nobleza: es desesperación.

Te pedí, casi suplicando, que dejaras que Joaquín ocupara mi lugar en la dirección de la fábrica; aceptaría cualquier sacrificio con tal de que tú no sintieras amenaza y de que recuperáramos una mínima paz. Fueron palabras precipitadas y quizá humillantes, porque al decirlas me mostré débil, arrepentido hasta el extremo. No quiero que pienses que trato de evadir la responsabilidad: si hay algo que debo reparar, lo haré. Te lo ofrecí todo —mi cargo, mi orgullo, mi sitio en esta casa— porque prefiero perderlo todo antes que perderte a ti definitivamente.

Sé que mis palabras pueden sonar a chantaje emocional: “no me dejes morir como un perro abandonado”, dije en un momento de derrumbe. Era un latigazo de miedo y de ego herido, lo admito. No quise que sonara como una amenaza ni una obligación; fue la voz de alguien que enloquece ante la idea de verse solo, sin la mujer que le ha mantenido en pie. Pero entiendo tu rabia cuando afirmas que ya no soy el hombre que amaste; que tal vez nunca lo fui. Ese reproche me atraviesa y me obliga a examinar con dolor cada gesto, cada silencio, cada engaño que pudo haberse deslizado entre nosotros.

Cuando intenté explicarte que los celos me consumieron, que imaginé que podías corresponder a otro y que eso me volvió loco, supe que todo eso era pobre consuelo frente a tus heridas. Mis inseguridades no justifican que agrediera; las admito plenamente. He visto, desde otra perspectiva, cómo mi comportamiento ha ido minando nuestra relación y entiendo por qué ahora te sientes prisionera en tu propia casa. Dijiste que necesitabas a tu familia, a tus hijos, a tus nietos; que no querías vivir sometida ni asustada. Tienes todo el derecho del mundo a alejarte de lo que te hace daño.

Prometí que no volvería a ocurrir, y esas promesas quizá suenan huecas viniendo de mí. Pero te juro que ha sido un punto de inflexión: la culpa me pesa tanto que, si no fuera por la esperanza de seguir mereciendo una oportunidad, tendería a desaparecer. No quiero que sientas compasión por un “pobre moribundo”, sino que entiendas que estoy dispuesto a someterme a las consecuencias, a aceptar lo que decidas, incluso a que me denuncies si crees que esa es la única vía para garantizar tu seguridad. No negaré que temí esa posibilidad; sin embargo, la respeto.

Tu decisión de quedarte, pero no a mi lado, resonó conmigo como una sentencia justa: vivirás en la casa como un espectro, dijiste, y eso es lo que merezco si tu presencia me resulta insoportable. Preferiría miles de muertes simbólicas antes que volver a causarte daño. Si me permites seguir en ese espacio, lo haré sin molestarte, sin intentar forzar conversaciones, sin buscar excusas para tocarte. Viviré con mi remordimiento, como una sombra que me recuerde cada minuto la gravedad de lo que hice.

Capítulo de hoy de Sueños de libertad; 29 de agosto: Digna rompe con Pedro  tras conocer toda la verdad

Sé que la reconstrucción, si llega a darse, no será en semanas sino en años. La confianza rota no se cose de nuevo con promesas al borde de la lágrima. Si aceptas que trabajemos en ello, propondré medidas concretas: terapia, distancia reglamentada, garantías de seguridad y transparencia absoluta. Si prefieres que me vaya, lo haré sin oponer resistencia. Si decides denunciar, acataré la ley. No quiero quitarte la libertad que ahora reclamas; quiero devolvértela.

Mientras pronuncio estas palabras me doy cuenta de que muchas veces el amor se confunde con posesión, y que yo he pecado de confundir tu presencia con mi identidad. Te pedí compasión por un “pobre moribundo”, pero me retracto: no quiero que compadezcas a quien te hizo daño, quiero que, si existe un atisbo de perdón, este nazca de tu juicio sereno, sin presiones. No te obligaré a perdonar; solo ruego que consideres, cuando puedas, si mi arrepentimiento merece una oportunidad que se gane con hechos y no con lágrimas.

Termino pidiéndote perdón una vez más, sin adornos. Lamento cada palabra hiriente, cada gesto que te humilló, cada consecuencia que ahora padeces. Si decides quedarte lejos de mí, entenderé y aceptaré tu sentencia. Si eliges marcharte, te desearé lo mejor. Si, contra todo pronóstico, decides abrir una puerta pequeña, trabajaré día a día para ser alguien distinto, alguien digno de tu confianza. Pero la última decisión es tuya, Dina; y sean cuales sean tus pasos, siempre llevaré la culpa conmigo como recordatorio de que no debo volver a fallarte jamás.