‘La Promesa’, avance del capítulo 675: Lorenzo acorrala a Leocadia
Lorenzo acorrala a Leocadia. La tensión en La Promesa alcanza niveles insostenibles
En La Promesa, la calma era solo un recuerdo lejano. La tensión se sentía en el aire, densa y asfixiante, impregnando cada rincón del palacio, desde los salones más majestuosos hasta las cocinas más humildes. Cada paso, cada mirada, parecía cargar con el peso de secretos y amenazas que podían estallar en cualquier momento. El sol de la mañana del lunes 15 de septiembre brillaba sobre los campos andaluces, indiferente a los dramas que se desarrollaban bajo su luz, dramas que pronto llegarían a un punto de quiebre irreversible.
Leocadia, atrapada en una encrucijada imposible, sentía cómo cada segundo se convertía en una tortura. Lorenzo, decidido y cruel, no estaba dispuesto a esperar más. Su presión era incesante, un ultimátum disfrazado de cortesía que apretaba su garganta como una soga invisible. En cada encuentro, en cada saludo forzado por los pasillos del palacio, su mirada calculadora recordaba a Leocadia que no había lugar para la indulgencia ni la vacilación. Aquella mañana la encontró sola en el jardín, podando unos rosales con manos temblorosas. La belleza de las flores contrastaba con su angustia; incluso los rosales parecían marchitarse al ritmo de su desesperación.
“Buenos días, Leocadia,” dijo Lorenzo con una voz suave que ocultaba filo de amenaza. Se acercó, observando cada movimiento de sus manos, y añadió con un tono cargado de intención: “El día es perfecto para buenas noticias, como un compromiso, por ejemplo.” Leocadia sintió un escalofrío recorrerle la espalda, y la sola idea de mirar a Lorenzo era insoportable. Suplicó un poco más de tiempo, argumentando que Ángela no estaba lista para semejante noticia. Pero Lorenzo despreció sus palabras: el tiempo, le recordó con desdén, era un lujo que ninguno podía permitirse. Su futuro, la reputación de su hija, todo pendía de un hilo que solo él sostenía. Se inclinó hacia ella, invadiendo su espacio personal, y le dejó claro que la paciencia se había agotado. El futuro respetable que ofrecía a Ángela solo requería un pequeño gesto formal: un anuncio y una fecha.
Leocadia, con el corazón encogido, replicó que Ángela no amaba a Lorenzo. Él se burló del amor, tachándolo de concepto burgés e inútil frente a la realidad: el amor no pagaba facturas, no silenciaba rumores, no borraba el pasado. Su propuesta, en cambio, sí podría proteger a la familia de escándalos y humillaciones. Las palabras golpeaban a Leocadia como martillazos, recordándole que la amenaza era directa y devastadora. Se apoyó en un ciprés cercano, sintiendo que las piernas le fallaban. Lorenzo no solo la acorralaba a ella; estaba dispuesto a destruir a su hija si era necesario. En su mente, Leocadia podía ver el escarnio, los susurros maliciosos, la condena social que Ángela enfrentaría. Su única salida parecía elegir entre dos infiernos, ambos igual de peligrosos para su hija.
Mientras tanto, Catalina enfrentaba su propio desafío. Nunca había sido mujer de amedrentarse, pero la visita inesperada del barón de Valladares la colocó en la más absoluta vulnerabilidad. La presencia de aquel hombre, padre del difunto barón de Ezquerdo, llenó el despacho con una amenaza palpable. Su llegada no fue un simple saludo; fue una declaración de poder y venganza. Catalina, pese a su firmeza, sintió cómo la presión la acorralaba. El barón le exigió abandonar La Promesa, subrayando que su presencia mancillaba la memoria de su hijo. La tensión se volvió insoportable, y por primera vez Catalina se sintió sola, desprotegida y en peligro real. La batalla por el control del palacio y la defensa de su legado apenas comenzaba.
En otra parte del palacio, Pía Adarre luchaba por mantener la calma mientras su hijo Dieguito representaba un desafío inesperado. La presencia del pequeño y la ofensiva de Cristóbal, nuevo gerente enviado por los duques de los Infantes, convertían cada momento en un equilibrio frágil sobre una cuerda floja. La confrontación en su despacho fue un golpe directo: Cristóbal le ordenó que el niño desapareciera de La Promesa en veinticuatro horas, amenazando con intervenir él mismo si no cumplía. La lealtad y el cuidado de Pía hacia Dieguito estaban ahora en juego, y con ellos, su posición dentro del palacio. Manuel, percibiendo el peligro, se enfrentó a Cristóbal, dejando claro que la familia Luján y sus protegidos eran intocables, pero la amenaza de consecuencias graves permanecía.
En medio de todo, Vera enfrentaba sus propios demonios. La llegada de su pasado, lleno de traumas familiares, la había endurecido, y ahora estaba decidida a regresar a casa para confrontar a su padre. Federico, su hermano, quedó sorprendido ante la firme decisión de Vera de enfrentar la verdad, pese al riesgo de conflicto. Su valentía marcaba un punto de no retorno: estaba lista para asumir las consecuencias de sus actos y de su historia familiar, dispuesta a cerrar un capítulo que la había perseguido durante años. Lope, que la amaba, sentía cómo la distancia emocional de Vera creaba un muro infranqueable. Aunque deseaba abrazarla y protegerla, comprendía que su batalla debía librarla sola, mientras Teresa ofrecía consejos sabios y consuelo emocional, recordándole que el tiempo y el espacio eran esenciales para que Vera sanara.
Mientras tanto, en un rincón más tranquilo de La Promesa, Enora y Toño vivían su amor con una sencillez conmovedora. Paseaban por los jardines, soñando con un futuro lleno de esperanza y planes compartidos. Su relación era un faro de luz que contrastaba con la oscuridad que envolvía al resto de la familia y empleados del palacio. La alegría que compartían, aunque frágil, representaba una resistencia silenciosa frente a la crueldad y las intrigas que amenazaban a todos los demás. Manuel, observando desde lejos, comprendía la belleza de su amor, pero también la fragilidad que lo hacía vulnerable a los embates de la realidad.

La cena de esa noche se convirtió en el escenario donde todas las tensiones alcanzaron su punto álgido. Leocadia, con el corazón en un puño, debía anunciar el compromiso entre Ángela y Lorenzo. Catalina sentía la sombra del barón sobre su nuca, mientras Pía temía por la seguridad de su hijo y su posición. Manuel trataba de suavizar el ambiente, pero la presión era insoportable. Las miradas y los silencios eran tan elocuentes como cualquier amenaza directa. Finalmente, Leocadia habló, con manos temblorosas y voz quebrada, mientras Lorenzo sonreía con triunfo depredador.
El abismo se había abierto. Para Leocadia, Catalina, Pía, Vera y todos los habitantes de La Promesa, la noche apenas comenzaba. Cada decisión, cada palabra, cada gesto, podía cambiar su destino para siempre. La tensión, la traición, el miedo y la lealtad se entrelazaban en un juego peligroso donde el futuro era incierto. La oscuridad prometía ser larga y profunda, y nadie podría escapar de sus consecuencias.
La Promesa vivía su momento más crítico: amenazas, revelaciones y conflictos convergían en un torbellino que amenazaba con arrasar con todo. La lealtad y el amor serían puestos a prueba, y cada alma tendría que decidir si sucumbía a la presión o encontraba la fuerza para resistir. La historia estaba al borde del colapso, y el destino de todos pendía de un hilo frágil, a punto de romperse bajo el peso de las ambiciones, los secretos y los deseos de poder.