‘La Promesa’, avance del capítulo 672: Leocadia desata su venganza contra Lorenzo
Leocadia desata su venganza contra Lorenzo
El ambiente en La Promesa se había tornado insoportable, como si las paredes mismas supieran que algo terrible se cernía sobre todos sus habitantes. El regreso de Ángela, tras su extraña desaparición, lejos de traer calma, desató una tormenta de dolor y tensión que golpeó a nobles y sirvientes por igual. La joven volvió con vida, sí, pero no con el alma que la caracterizaba: su mirada perdida, su fragilidad extrema y las huellas visibles de un sufrimiento atroz dejaron a todos al borde del desgarro.
Curro, incapaz de apartarse de su lado, la velaba con el corazón hecho pedazos. Cada quejido de la muchacha era como un cuchillo que se hundía en su pecho. La veía transformada en un espectro de lo que había sido, su vitalidad robada y reemplazada por un silencio doloroso. Y en su mente no había más culpable que uno: Lorenzo, el tío que en su soberbia había demostrado ser un monstruo. La rabia lo devoraba, pero el miedo por la vida de Ángela lo paralizaba.
A un paso de esa habitación, Leocadia observaba a su hija con una frialdad engañosa. No lloraba, porque sus lágrimas se habían agotado. En su interior ardía un fuego mucho más poderoso: la sed de venganza. Al ver a Ángela quebrada, juró que Lorenzo pagaría cada una de las atrocidades cometidas. Ya no era la institutriz discreta, era una madre loba, herida hasta lo más profundo, que no descansaría hasta cobrar justicia con sus propias manos.

El doctor, tras examinar a la muchacha, confirmó los peores temores: desnutrición severa, marcas de haber estado atada durante semanas y, sobre todo, un trauma psicológico devastador. Explicó que Ángela había desconectado su mente de la realidad para protegerse del dolor insoportable, un estado de shock del que no sabían si podría regresar jamás. La palabra “calvario” fue la que selló el momento: para Curro, la confirmación de una pesadilla; para Leocadia, la sentencia de muerte de Lorenzo.
Cuando el médico se marchó, Leocadia no perdió el tiempo. Frente a la ventana del palacio, mientras miraba los jardines indiferentes, ya empezaba a trazar su plan de venganza. No sería impulsiva, no sería ruidosa: sería un castigo lento y devastador, pensado para despojar a Lorenzo de todo lo que lo hacía poderoso. Juró que el verdugo de su hija acabaría solo, rodeado por las sombras de sus propios crímenes.
La confrontación no tardó. Leocadia entró en la biblioteca donde Lorenzo, todavía nervioso por el inesperado regreso de Ángela, intentaba calmarse con un coñac. Esperaba reproches, gritos, tal vez acusaciones que pudiera desmentir con cinismo. Pero lo que encontró fue algo mucho más aterrador: la calma helada de una mujer que ya lo había sentenciado. Frente a frente, Leocadia no necesitó pruebas para acusarlo. Se lo dijo sin levantar la voz: sabía lo que había hecho y él también lo sabía.
Lorenzo, en un intento desesperado de ridiculizarla, la tildó de loca. Pero la serenidad de ella lo desarmó. No buscaba justicia de los tribunales, buscaba algo más personal: la retribución. Le advirtió que lo perdería todo, que su caída sería lenta y dolorosa, y que en cada instante recordaría el rostro de la hija que intentó destruir. Leocadia no gritó, no amenazó; simplemente lo informó de lo inevitable. Esa fue la primera vez que Lorenzo, acostumbrado a intimidar a todos, sintió miedo de verdad.
Mientras tanto, los pasillos del palacio ardían con otros conflictos. El barón de Valladares irrumpió en la casa, furioso por la osadía de Catalina, quien había alentado a los jornaleros a rebelarse contra el marqués de Aguinaga. Su entrada, violenta y cargada de amenazas, puso en evidencia la magnitud de la tormenta que se avecinaba. Catalina, desafiante, lo enfrentó sin temor, asegurando que no había hecho más que mostrar a los trabajadores la verdad de su explotación. La joven se mantuvo firme, pero la amenaza del barón fue clara: la familia Luján había declarado una guerra que no podía ganar.
Alonso trató de mantener la compostura, pero sabía que la situación escapaba de sus manos. Adriano, más consciente de las consecuencias, reprochó a su prima Catalina su imprudencia, advirtiéndole que había encendido un polvorín. La seguridad de la familia, sus tierras y su honor estaban en riesgo, y todo por la provocación de una mujer que no aceptaba los límites que le imponían. Catalina, aunque firme en sus convicciones, empezó a sentir por primera vez el peso de la duda: ¿y si su lucha por la justicia arrastraba a su familia a la ruina?
En las cocinas, el ambiente era distinto. Simona y Toño, tras años de rencores, finalmente encontraron un punto de reconciliación. La comida y el cariño les devolvieron una paz que parecía perdida. Fue un respiro en medio de la tormenta, aunque para Vera, la doncella marcada por los recuerdos de una familia rota, esa felicidad ajena solo subrayaba su soledad. Una lágrima silenciosa le recordó que no todos en La Promesa podían aspirar a una reconciliación.
Pero las tensiones no se limitaban a la nobleza. En el mundo del servicio, Petra, herida tras un accidente, se rebeló contra Cristóbal, el nuevo mayordomo, cuya arrogancia había sobrepasado los límites. Sus reclamos fueron despreciados, y hasta su padre, el viejo Ricardo, se vio humillado cuando Cristóbal lo invitó a abandonar la casa si no estaba de acuerdo con sus métodos. Esa insolencia encendió en Ricardo una determinación peligrosa: el león viejo aún tenía garras, y Cristóbal no tardaría en descubrirlo.

En el hangar, Manuel luchaba con un dilema devastador. Su padre, Alonso, le exigió detener sus experimentos aeronáuticos para dar prioridad a la paz que Ángela necesitaba en su recuperación. Leocadia había pedido silencio y calma en la finca, y el marqués veía en ello la única oportunidad de apaciguar el infierno que Catalina había desatado. Manuel comprendió que estaba ante un ultimátum: elegir entre su sueño de volar y la supervivencia de su familia. El sacrificio era inevitable, y cualquiera de las opciones implicaba una herida irreparable.
Así, mientras el día se apagaba, La Promesa quedaba envuelta en una oscuridad más densa que la de la propia noche. En una habitación, Curro se consumía en la vigilia junto al cuerpo destrozado de Ángela. En la biblioteca, Lorenzo, por primera vez en su vida, temblaba ante el rostro implacable de Leocadia. En los salones, la familia Luján sentía que la ruina acechaba. En el hangar, el futuro de Manuel pendía de un hilo. Y en las cocinas, entre reconciliaciones y lágrimas ocultas, se reflejaban las heridas invisibles de quienes vivían a la sombra de los señores.
El palacio entero se había transformado en un campo de batalla: de venganzas, de poder, de orgullo y de dolores personales. Leocadia había desatado una guerra silenciosa contra Lorenzo, Catalina había encendido otra más ruidosa contra Aguinaga y Valladares, y en cada rincón, grandes y pequeños, todos se preparaban para resistir.
La noche trajo solo una pausa, un respiro cargado de presagios. Porque lo que se había iniciado no era más que el principio de una tragedia aún más grande, en la que cada lágrima, cada traición y cada acto de coraje marcarían un destino del que nadie podría escapar.